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Rigor interpretativo

En Rigor mortis (EL PAÍS, 19 mayo de 2004), Francisco Laporta propuso seguir una imaginativa vía de reforma de nuestra Constitución que permitiría eludir el superrígido artículo 168 para eliminar la vigente preferencia del varón sobre la mujer en la sucesión en la Corona: reformar el artículo 168 mediante el procedimiento del artículo 167. Recordaré brevemente que mientras el primer precepto -previsto para una reforma total o que afecte al título preliminar, al de la Corona o a la sección que regula los derechos fundamentales- requiere aprobación del principio por dos tercios de cada Cámara, elección de nuevas Cortes, aprobación de la reforma por dos tercios de cada Cámara y referéndum de ratificación, en cambio, el segundo precepto establece un régimen general menos rígido que, en principio, exige una mayoría de tres quintos de cada Cámara (el referéndum sólo es preceptivo si lo pide una décima parte de cualquiera de las cámaras).

En un artículo reciente y mucho más extenso (Las dos vías para la reforma de la Constitución. Claves de razón práctica, septiembre 2004), Laporta ha añadido a la anterior una interpretación alternativa que también permitiría eludir el artículo 168 para la sucesión en la Corona y otros muchos casos puntuales: restringir la aplicabilidad del más rígido artículo 168 a las reformas parciales que afecten a la totalidad de los títulos o secciones mencionados.

Aunque comparto con Laporta, además de una buena amistad, el presupuesto de que nuestro sistema de reforma constitucional es excesivamente rígido por causa del 168, esa opinión política es y debe ser tan independiente, como la amistad, de la interpretación jurídica más ajustada, para la que ninguna de las dos anteriores vías son convincentes. Únicamente podría aceptar cualquiera de ellas si se produjera un amplio consenso al propósito entre las fuerzas políticas; pero me arriesgo a aventurar la extrema improbabilidad de semejante hipótesis, en buena parte por las razones de fondo que avalan una interpretación menos innovadora pero más rigurosa de nuestro sistema de reforma constitucional.

Sobre la posibilidad de reformar el superrígido artículo 168 por el más flexible 167, el común entendimiento, bien pegado aquí al sentido común, dice que es inviable, por más que el primer precepto sea el régimen excepcional y no incluya expresamente su propia reforma entre las materias afectadas por el procedimiento más rígido. No puedo responder aquí en detalle a la nutrida batería de réplicas desplegada por Laporta contra esa interpretación estándar, pero sí hacer algunas observaciones. Ante todo, a diferencia del caso del cura que justificaba no haber tocado las campanas ante la visita del obispo por variadas razones para terminar con que no tenía campanas, en aquella batería de réplicas no se discute en serio la razón esencial por la que el artículo 168 es implícitamente aplicable a su propia reforma: que el propósito del procedimiento del 168 y del propio sistema de reforma es proteger una parte de la Constitución mediante su rigidez agravada, propósito que quedaría ridícula-mente frustrado si el sistema pudiera cambiarse reformando el artículo 168 mediante el 167.

Si Ulises se hubiera hecho atar al mástil con dos instrucciones a su tripulación, una, que nunca le soltaran mientras le vieran gesticular impetuosamente y, otra, que se quitaran los tapones si guiñaba un ojo, seguramente la Odisea habría concluido con el episodio de las sirenas. O, con una analogía más próxima, aunque las constituciones alemana e italiana contienen una cláusula que declara constitucionalmente irreformable la forma de Estado sin decir nada expresamente sobre la intangibilidad de la propia cláusula, a nadie se le ha ocurrido defender que aquella prohibición pueda soslayarse mediante el expediente de derogar la mencionada cláusula. Y por cierto que esto pone de relieve que no hay problema lógico alguno en que un precepto se refiera a sí mismo, como el que castiga la prevaricación judicial, que también es aplicable frente al juez que no castiga a otro juez prevaricador, y así sucesivamente; o, para nuestro caso, el precepto que dijera: "Sólo el órgano O, mediante el procedimiento P puede reformar los artículos 1 a 8, así como el presente artículo". Por último, admitir la reformabilidad del 168 por el 167 permitiría que una mayoría inferior a los dos tercios también pudiera aumentar la rigidez de aquél, incluso hasta la intangibilidad, incluyendo al propio precepto, ahora sí, en el nuevo sistema de reforma.

La segunda vía de Laporta, en realidad incompatible con la primera, procede de un agudo pero no concluyente análisis histórico de la redacción de estos preceptos por los constituyentes. En lo sustancial, esta lectura propone distinguir entre la simple reforma del 167 y la excepcional revisión del 168, restringiendo esta última al cambio de la totalidad, sea de la propia Constitución, sea de los títulos o secciones taxativamente mencionados en él, lo que explicaría la necesidad de comenzar en este caso por la "aprobación del principio".

Una primera debilidad de esta propuesta es que, apoyándose en la argumentación que ya he descartado, se basa en una dura pero inadmisible alternativa entre dos significados del vago verbo "afectar", utilizado en el artículo 168 (que habla de "revisión parcial que afecte al Título preliminar, etcétera"): que o lo consideramos referido a los títulos y secciones en conjunto o lo referimos -Laporta acepta que con "cierto rigor formal"- a la reforma de cualquier artículo de los títulos o secciones mencionados, pero sólo de ellos y por tanto excluyendo al propio artículo 168. Pero, conforme a lo ya argumentado, no veo cómo excluir la razonable posibilidad de entender lo segundo, aunque incluyendo el 168.

Más aún, creo que esta última es, a fin de cuentas, la única posibilidad razonable, tanto jurídica como políticamente, si tomamos en serio, al menos en la parte en que plantea problemas serios, la paradoja del sorites en la que tanto y tan bien se extiende Laporta en otro punto de su escrito más amplio. En efecto, "afectar" es un término vago que, como "montón" (de trigo) o "mayor" y "menor (de edad), no tiene un punto exacto de corte en la realidad a la que se refiere tras el que podamos afirmar que la palabra deja de ser utilizable (la paradoja del sorites lleva este rasgo mucho más lejos hasta afirmar, más allá de lo necesario, que si el montón sigue siendo tal cuando le quitamos un grano y otro grano, y así sucesivamente, resultará que tendremos que llamar montón al que sólo tiene uno o dos granos). Pero esa preocupante vaguedad es la que sufre el término "afectar" si lo interpretamos como propone Laporta, ya que no podemos saber si una reforma de la totalidad del título preliminar debe referirse a todos sus artículos, a la mayoría o a los más importantes y decisivos: así, reformar el artículo 1, el 2 o el 6, aun por separado, podría afectar al núcleo de la Constitución, que es lo que parece querer reforzar el artículo 168. En cambio, de manera similar a la fijación legal de la mayoría de edad en 18 años, la vaguedad desaparece si entendemos que "afectar" se refiere a tocar cualquiera de los artículos de los títulos y secciones mencionadas. Claro que así se dificulta reformar preceptos triviales, como la mención a la capital, pero la rigidez es el precio que hay que pagar por eliminar la vaguedad.

El rigor y aun la rigidez jurídica son aquí también muy valiosos políticamente en cuanto se cae en la cuenta de que los desacuerdos entre partidos de peso sobre procedimientos, y más de reforma constitucional, son peligrosos focos de graves tensiones y deslegitimaciones políticas. Salvadas las distancias, las guerras carlistas surgieron tras la impugnación formal de una reforma del criterio tradicional sobre la sucesión de las mujeres a la Corona. Y como estas cosas las carga el diablo y lo que hoy conviene a un partido puede mañana lamentarlo, es preferible mantener una interpretación rigurosa. Por duro que parezca en el caso concreto, a más largo plazo es preferible aplicar la letra de la ley conforme a su claro propósito.

Salvo, como dije al principio, que haya consenso entre los partidos. Un consenso que, de hecho, con la excepción de la primera mayoría absoluta del PSOE, en la historia de nuestra democracia hasta hoy mismo ha sido siempre imprescindible entre los dos mayores partidos tanto para obtener los tres quintos del 167 como los dos tercios del 168. Pero si hay consenso, ¿por qué no seguir el trámite del 168 para cambiar el propio 168?

Alfonso Ruiz Miguel es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.

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