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Columna
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Vacaciones partidas

Es creciente el número de madrileños que eligen el mes de septiembre, incluso se alargan hasta octubre, para disfrutar de las más prolongadas vacaciones del año. Y tiene muchos partidarios la opción de trocear esos periodos y utilizarlos en distintas épocas. El otro día me dispuse a poner en práctica la última posibilidad y aproveché una atractiva oferta para pasar unos días en Inglaterra y visitar a algún familiar en ella radicado. La llegada al aeropuerto nos reconcilia con la época en que vivimos, ya que a través del túnel que se inicia en la calle de Velázquez desembocamos en la autopista en un par de minutos.

En los enormes vestíbulos hormiguea la gente, igual que en cualquier otra fecha. La compañía que elegimos no es la que fue de bandera, muy poco propicia a introducir novedades que vayan en beneficio del viajero, sea en precios o en servicios, aunque creo que, sin contrapartida alguna, consideran el refrigerio que se servía a bordo como un lujo asiático que se cobra aparte. Como dato incrustado en esta crónica, anotar la estupefaciente circunstancia de que si alguien, desde Madrid, desea, por ejemplo, ir a Girona en avión, tendrá que dar un rodeo y pasar por Francfort, Dublín o Bruselas. No hay vuelo directo entre la capital del reino y la provincia y ciudad del noreste, que sí está conectada con diferentes y lejanos puntos. Aunque no le he dedicado demasiado tiempo a este asunto, me va a costar mucho trabajo entenderlo.

El trayecto en aparatos de las pequeñas compañías que se están llevando el mercado no es demasiado cómodo, como no lo fue viajar en diligencia, ni en ferrocarril, incluso en coche cama, salvo para quienes concilien bien el sueño sobre los raíles. No le dan al pasajero ni agua, aunque el que quiera un café, algún bocadillo o bebidas, refrescantes o espirituosas, haya de pagarlo y a precio de cabaré. Ante lo que me cobraron por un aguachirle con achicoria en un vaso de cartón, pienso en que quizás el beneficio de la línea esté ahí.

Quiero trasladarles un pequeño descubrimiento que quizás hayan hecho por su cuenta: el instantáneo nexo que se establece entre nosotros y nuestro equipaje. Había decidido la víspera adquirir una maleta acorde con mis exiguas necesidades, una valija igual que otras miles, de color azul oscuro, ruedas y la manija para arrastrarla, mejor dicho, para empujarla, como nos aconsejan los traumatólogos. Hace muchos años que ha desaparecido la costumbre de adornar el equipaje con las pegatinas de los hoteles, lo que les identificaba, singularizaba y proclamaba la calidad del trotamundos. Hoy podemos poner nuestro nombre en una cartulina, pero no es lo que une al ser humano con su impedimenta. Hay un gesto instintivo que nos hace individualizar el bulto propio y sacarlo de la cinta transportadora. Ello no quiere decir que dejen de producirse confusiones e intercambios no deseados pero, en términos generales, esa identidad se produce:

la cosa se reúne con su dueño.

Los aviones, esos aviones van, como digo, repletos, en general de gente joven, estudiantes ingleses que reanudan el curso y escolares españoles para intentar aprender esa lengua. Para llegar a la enorme metrópoli conviene conocer el lugar donde vamos a habitar o a desenvolvernos, porque puede significar otro viaje por tierra escoger los aparatos que aterrizan en cualquiera de los cuatro aeropuertos que rodean la ciudad. Ignoro si nuestros gobernantes de la comunidad tienen en el caletre un Madrid de ocho o diez millones de habitantes metropolitanos y si la solución está en dispersar los lugares de llegada.

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La cuestión y la moraleja de estas cavilaciones está en el buen sentido que muestran los madrileños en ir escalonando sus periodos de ocio. De esta excursión, en la que he sacado tiempo para pergeñar las presentes líneas, he llegado a una conclusión, ya percibida en ocasiones anteriores: en Inglaterra el clima no es tan malo como ellos mismos vienen proclamando, quizás con la deliberada intención de vivir aislados y felices en sus islas. Es un tiempo muy particular, como el patio de mi casa, donde llueve como en los demás. Quizás con más encarnizamiento, es cuestión de suerte, que para mi desmiente la frase de "este año, el verano ha caído en viernes". No viene mal darse una vuelta por esos lares, pues lo que entre nosotros se anuncia como un problema, allí lo tienen desde hace mucho tiempo. Me refiero a los congéneres de otros países.

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