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Columna
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Extraño

El mundo que nos ha sido más familiar es el que puede volverse más difícil de reconocer. Basta con que cambien de lugar, o hagan desaparecer, los puntos de referencia que antes nos permitían orientarnos y movernos incluso a ciegas para que nos sintamos perdidos, sin sitio. Me sucede con Almería, y me temo que no sólo a mí, nacido allí pero visitante muy de tarde en tarde. ¿Cómo asimilar tantos cambios tan radicales y tan rápidos? ¿Cómo hacerse cargo de tanta desaparición? En Almería, las innovaciones apenas tienen tiempo de asentarse, o al menos da la impresión de que muy pronto van a ser sustituidas por otras. En realidad, lo que sucede es que muy pocas cosas de Almería (y desde luego poquísimas de los últimos cincuenta años) permiten confiar en que realmente puedan durar por sí mismas, por su virtud de incorporarse a la vida de los ciudadanos con la misma funcionalidad que el lenguaje o la piel, y sin necesidad de que les pongan encima un monolito que, desde luego, las vuelve inolvidables.

Ninguna otra ciudad de las que conozco deja tan claras como Almería dos lecciones obvias y, por eso mismo, duras: ya no es posible construir sin destruir antes, y así como para construir se recurre -al menos retóricamente- a ideas como las de plan o proyecto, la destrucción suele ocurrir con nocturnidad, al margen de la ley y en medio del silencio (lo cual no significa que la destrucción no obedezca a un plan). Claro que es así en todas partes, pero si en Almería esto queda más a la vista y el proceso de destitución de la ciudad se ha podido consumar tan rápida como descaradamente es porque allí se daba una circunstancia especial que en parte ha determinado su historia como ciudad.

En Almería no había un centro histórico ni un conjunto monumental lo suficientemente amplios y espectaculares como para que su destrucción hubiese sido un escándalo intolerable. Lo que el desarrollo de la ciudad ha ido destruyendo carecía de ese tipo de valor, pero en cambio poseía otro mucho más sutil y desde luego no menos digno de protección: la escala de una ciudad pensada y construida a la medida de sus condiciones materiales, una ciudad que entonces tenía la posibilidad -ya enajenada- de haber crecido de otra manera, sin perder valores como el de la armonía propia de su estilo tradicional y la capacidad de este de convivir con lenguajes posteriores. ¿Acaso había conflicto entre las antiguas casas de Almería y los ejemplos de modernismo o de arquitectura de hierro con los que convivió tanto tiempo?

No estoy diciendo que lamento que el tiempo haya pasado, sino que me indigna que el paso del tiempo tenga que ocurrir sistemáticamente como una catástrofe, y nunca como una oportunidad de pensar con calma y rectificar. ¿No es eso tan caro, tiempo, tiempo para hacer bien las cosas, lo que se podía haber comprado con toda la riqueza que en pocos años ha sometido a la capital y la provincia a una especie de desnaturalización acelerada? Todo es más difícil ahora: basta con echar un vistazo y comprobar qué extraño es todo. Y lo más extraño, desde luego, los pocos restos del pasado, que parecen fuera de lugar justo donde antes tenían todo el sentido.

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