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FUERA DE CASA
Columna
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Reo de nocturnidad

Uno de los más acabados ejemplos que conozco entre la enorme tribu de "reos de nocturnidad" es Alfredo Bryce Echenique. Hay otros. Son legión. Entre los que me son más cercanos recuerdo a Pepín Bello, que, con sus cien años pasados, sigue preguntando: "¿Ya os retiráis?", cuando hace mucho tiempo que habían sonado las dos de la madrugada. Más resistencia que el Rey, con el que ha estado en Cáceres recibiendo su justo premio a una vida ejemplar sin dar mucho golpe. Otro destacado miembro de esta cofradía es Ángel González, capaz de encontrar un bar o un amigo abierto toda la noche. Otro maestro de la disciplina es Joaquín Sabina, y nos dieron las cinco, las seis, las siete y las ocho. Tres de ellos -Bryce, González y Sabina- son íntimos amigos y de agnóstica comunión nocturna. Se salvan porque han tenido la fortuna de vivir lejos. Tienen pocas oportunidades de competir en nocturnidad. Sus hígados se lo agradecen. El que se lo cuenta, que es un alumno cada vez menos aplicado por razones laborales matutinas, tuvo la fortuna de encontrarse la otra noche con Bryce Echenique. Ha venido a pasar a Barcelona su temporada de otoño-invierno, tan lejos de Lima y tan cerca, ¡cuidado!, de Vila Matas, Zarraluki, Martínez de Pisón y otros chicos del montón de la nocturnidad cultural a la barcelonesa. Antes de aterrizar en la ciudad de los prodigios, en una semana que no se podía dar un paso sin correr el peligro de pisar a algún escritor entre el Fórum y Cosmópolis, Alfredo Bryce paseaba su elegante nocturnidad por los barrios del centro de Madrid. Cenaba en compañía de amigos, escritores, editores y bebedores en general, en Casa Perico, fantástica casa de comidas en pleno corazón del Madrid húmedo, en la calle de la Ballesta. Una de esas tabernas ilustradas que han pervivido frente a tantas amenazas especulativas, que han superado los años de las blenorragias, las juergas del marqués de Villaverde y Luis Miguel Dominguín en los burdelescos bares vecinos, las celebraciones con vino peleón y aceitunas de Tip y Coll, los menús de Carlos Herrera o las tertulias de los chicos de la prensa. Un lugar familiar de comidas caseras con una excelente carta de vinos impulsada por el siempre recordado, también noctámbulo, periodista y escribidor, Feliciano Fidalgo, donde el potaje, la tortilla y el arroz cutre saben a aquella cocina española que se forjó a golpes de ajo y supersticiones religiosas, como bien decía Julio Camba, otro reo de nocturnidades de antaño.

Bryce hablaba, con cercanía y sin nostalgias, tiempos de nocturnidades como escudero de otro maestro, Carlos Barral. El gran editor, y gran seductor, Barral es un referente obligado cuando tenemos que hacer la lista de los principales entre los amantes de libros, copas y noches. Recordaba las fotos de Colita, especialmente una columpiándose con Ana María Moix, que también andaba por Madrid evocando los días y las noches del escritor más fumador e insomne de nuestra literatura, su hermano Terenci. Con permiso de José María Merino y Carmen Posadas. El peruano todavía sonreía al rememorar la sorpresa que se llevaron los funcionarios encargados de ordenar su legado, su correspondencia, sus papeles, sus fotos, sus dispersos escritos que se suponía estaban en un montón de desordenadas cajas que se apilaban en su casa de Calafell. Abrieron aquellas cajas... y estaban vacías. Tuvieron que recomponer el legado buscando por diferentes casas de amigos que, como Bryce, sí guardaron los papeles del mítico editor. Nos retiramos pronto, más o menos cuando empezaba su noche otra madrileña trasplantada a París, Victoria Abril. Otra que tal baila. Eufórica en su Madrid añorado, seductora y flaquísima, asegurándonos que su futuro será como cantante, que nos piensa dar el gran cante en los principios del otoño. La esperamos, aunque ya no seamos capaces de seguir su marcha nocturna. Ni nuestras noches ni las de Bryce son ya lo que fueron.

La noche del día anterior, más de veinte mil noctámbulos nos concentramos en la plaza de Las Ventas. Actuaba el chico de Moratalaz, el gaditano madrileño Alejandro Sanz, que vive y engorda en Miami, que estaba exultante tan cerca de su barrio, tan cerca de su gente y tan lejos de Bush, tan lejos por lo menos como Carlos Fuentes. Todo lo contrario que otro de los hispanos más conocidos en USA, Joaquín Cortés, el bailaor de Lavapiés, el gitano capaz de plantar a Naomi Campbell y de bailar para mayor gloria guerrera de Bush. A veces, beber tanta coca-cola te hace dar esos malos pasos. Pero el mal paso de la noche, el mal baile, fue el de Farruquito, otro gran bailaor y fatal ciudadano. La bronca a Farruquito, para disgusto de Alejandro Sanz, fue el acontecimiento de una noche que parecía preparada para la celebración y terminó en espontáneo correctivo moral a un gran artista que no supo estar a la altura como ser humano. Si la depresión no lo impide, Farruquito está condenado a ser reo de nocturnidad por mejor que baile en el teatro Calderón.

A cada uno según su nocturnidad. Ahora somos menos noctámbulos. El día también tiene sus gracias, lo malo es que todavía estamos buscando cuáles. Estamos en periodo de nocturnidad controlada, como Woody Allen, que sólo sale los lunes y en compañía de su clarinete. Allen viene a recoger el Premio Donostia y piensa desquitarse del mal recuerdo de un pincho de tortilla del hotel Ritz madrileño, en compañía de Arzac y otros noctámbulos donostiarras; hace tiempo que no sale de noche. Tampoco él es el que era. Ahora no sale de noche, no liga en los bares, se parece a aquel que una vez dijo en Manhattan: "No creo en las relaciones extramatrimoniales. Creo que la gente debe emparejarse de por vida, como las palomas o los católicos". Amén.

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