Entierros en el cielo
Sentado en la falda de la colina, Lobseng pasea los prismáticos decorados con la hoz y el martillo sobre la pradera verde y murmura: "Deben de estar al llegar". El aire de la mañana es frío, y las nubes bajas esponjan las cumbres mientras el río del Dragón Blanco discurre sereno al fondo del valle. De repente surge un ronroneo y en el camino embarrado aparece a lo lejos un motocarro con cinco personas y un bulto envuelto en una manta blanca. "Ahí está".
El vehículo patina, y dos hombres saltan al suelo. El cortejo fúnebre prosigue su avance lentamente, hasta que llega a la ladera de la montaña. Allí, a pocos metros de un grupo de banderolas multicolores de oración, se detiene junto a un círculo de piedras negro y grasiento sembrado de huesos, cuerpos mutilados, ropa abandonada, cuchillos. Descargan un cadáver para llevar a cabo una ceremonia tibetana que ha ocupado estas tierras recónditas desde hace siglos: el llamado enterramiento en el cielo.
El enterramiento en el cielo es una de las formas en que los tibetanos devuelven sus muertos a la naturaleza. Las otras son: cremación, arrojar el cuerpo desmembrado a un río y enterramiento
Tras finalizar el ritual, el equipo se desinfecta las manos con alcohol de beber y purifica el motocarro con el humo de un fuego al que han arrojado hojas de ciprés
Como si conocieran el contenido del fardo, decenas de buitres se han apostado en las inmediaciones. Sus siluetas se recortan sobre el cielo como las almenas de una larga muralla
El ritual funerario consiste en ofrecer el fallecido para que lo devoren los buitres. Para ayudar a las rapaces a comer, el muerto debe ser desmembrado y troceado concienzudamente. Denominada en tibetano jhator (entregar el alma a las aves), la ceremonia es, según los budistas tibetanos, el mejor método de elevar el alma al cielo y devolver el cuerpo a la naturaleza, el cual, desprovisto del alma, ya no tiene ningún valor.
Como si conocieran el contenido del fardo, decenas de buitres se han apostado en las inmediaciones. Sus siluetas se recortan sobre el cielo como las almenas de una larga muralla. Otros llegan planeando por todo el valle. Sólo el zumbido de las alas rompe el silencio, mientras uno de los hombres enciende un fuego. Una columna de humo se eleva desde la hierba. "Es para avisar al cielo de que va una nueva alma", explicará más tarde uno de los encargados de llevar a cabo el rito. Y a los buitres.
Muchos tibetanos, una de las 55 minorías étnicas que existen en China, profesan un gran fervor religioso, y, pese a la influencia oficial, siguen aferrados a tradiciones y creencias que a ojos de muchos chinos son características de un pueblo primitivo. El enterramiento en el cielo se sigue practicando con el acuerdo del Gobierno, que, sin embargo, prefiere la incineración.
Un paisaje idílico
Langmusi es un pueblo "de unos pocos miles de habitantes" -la mayoría tibetanos- de la provincia de Gansu, una de las más pobres del país. Enclavado en un paisaje idílico, descansa entre montañas, a más de 3.000 metros de altitud, en la meseta del Tíbet. En sus pastos pacen los yacs y ladran feroces los perros. Alberga dos monasterios tibetanos, uno a cada lado del riachuelo que parte en dos la agrupación de casas de barro, ladrillo y madera. Unas en Gansu, otras en Sichuan. Y es un importante centro de peregrinación. Su vida está marcada por los 1.000 monjes de túnicas púrpura que oran en sus templos, aunque también alberga población de la minoría hui (musulmana) y en menor cantidad han, la etnia a la que pertenece el 92% de la población de China.
Fueron los monjes quienes decidieron dónde situar el lugar sagrado en el que se entregan los muertos a las aves. Es el más importante en varios cientos de kilómetros a la redonda.
Los hombres se han quitado los gruesos abrigos de largas mangas. Poco después dan inicio al ritual. Situadas a una distancia respetuosa, media docena de personas se han congregado para asistir al sepelio de las alas. Ninguna de ellas es de la familia. "La familia no puede llevar a cabo el enterramiento ni asistir a él", explica Lobseng, un tibetano de 71 años originario de Langmusi.
Tras desnudar el cadáver -una mujer de unos 70 años que murió hace tres días-, lo colocan boca arriba en el círculo. La cabeza apoyada en una piedra cóncava, mirando hacia el firmamento. Uno de los hombres agarra el pelo con una mano y separa con un cuchillo el cuero cabelludo. Los buitres, impacientes, descienden la pendiente dando torpes saltos. "El pelo trae mala suerte", dirá uno de ellos. A continuación comienza a cortar largas tiras de carne y las arroja a las aves, que inician su tarea celestial. De vez en cuando, los hombres lanzan gritos y agitan los brazos, haciendo grandes aspavientos, como si convocaran a las rapaces.
Al rato se retiran, y un grupo de buitres se abalanza sobre el cuerpo, que queda sumergido bajo una masa de alas y picos. Durante largos minutos chillan, hunden sus cabezas en la carne, dan saltos y baten las alas de más de dos metros de envergadura peleando por la comida. Algunos levantan la cabeza teñida de rojo.
La ceremonia es motivo de alegría para sus ejecutores. Para ellos, los restos mortales no son más que una nave vacía. Los tibetanos creen que si los buitres devoran completamente el cuerpo, significa que la persona fue buena en vida.
El enterramiento en el cielo es una de las cuatro formas en que los tibetanos devuelven sus muertos a la naturaleza. Las otras son la cremación, arrojar el cuerpo desmembrado a un río y, en menor medida, inhumarlo bajo tierra. Métodos que se explican en una región donde la madera es escasa en ocasiones y la tierra se congela durante largos meses.
Cuando los animales han dado ya buena cuenta del festín, los ejecutores regresan al círculo, los espantan a patadas y acometen la segunda fase. Con hachas y machetes, comienzan a cortar los miembros y machacar los huesos. Espolvorean harina de cebada para "absorber los líquidos" durante la operación y ayudar a los animales a comer. Cortan una mano y la arrojan a un buitre.
Piernas, brazos, tronco y cabeza son troceados y aplastados. Las rapaces retornan y se llevan lo que queda. Cuando se han saciado, se retiran en fila india, ladera arriba, con las alas desplegadas, y emprenden el vuelo. Con ellas viaja el alma de la difunta.
Un hueso de recuerdo
Tras finalizar el ritual, el equipo se desinfecta las manos con alcohol de beber y purifica la motocarro con el humo de un fuego al que han arrojado hojas de ciprés. Los hombres han salvado un hueso del cráneo, que han esterilizado con fuego. "Es para que su hijo lo lleve a Lasa . Su madre no pudo ir en vida. Luego lo traerá de regreso", explica uno de ellos. Sobre la hierba abandonan los cuchillos y hachas utilizados. El solemne rito ha durado menos de una hora.
Para los budistas tibetanos, ofrecer el cuerpo a los buitres es el acto final de compasión. Una ceremonia en la cual el alma rompe su relación con su cuerpo, y quedan rotos los lazos físicos de los parientes con el fallecido.
Uno de los integrantes del grupo, que ha sido designado por el jefe de su pueblo, asegura que la primera vez que tuvo que cortar un cadáver sintió terror. Hoy ha sido su sexta ceremonia, y afirma este pastor de 35 años que no ha sentido nada. "Cuando muera, también quiero ser tratado así. Han hecho un buen trabajo, no como quienes trajeron esos otros cadáveres y no los despiezaron", dice Lobseng. Este antiguo funcionario, que participó una vez -a los 20 años- en el ritual, dice, sin embargo, que prefiere ser incinerado. En el bolsillo de su chaqueta sobresale un bolígrafo con el retrato de Mao.
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