Catástrofe con picapleitos
No hay manera humana de que los ingleses se tomen las tragedias en serio. Les acaba traicionando su ironía. La historia que nos cuenta el joven abogado londinense Wakling (Lincoln, Reino Unido, 1970) -probablemente nacida de un episodio real llevado a la hipérbole, quién sabe- versa en torno a las catastróficas peripecias en las que acaba envuelto el joven abogado Lewis Penn, incrédulo testimonio de cómo, en esta peregrina vida, una insignificancia alcanza a tener gigantescas dimensiones. Penn pierde un expediente del bufete y esa pérdida le llevará a la perdición, y excúsenme esa broma fácil que, por otra parte, encaja sin esfuerzo en el tono distendido, hilarante, que desprende el relato. El caso es que un joven picapleitos calla un despiste burocrático y su vida sufre tal vuelco que parece ya la de otro, la de un espía de la guerra fría, la de un prófugo de la ley, o tal vez la de un tipo metido hasta el cuello en todos los ajos del mundo. Penn descubre el misterioso Proyecto Sebastopol, arroja documentos comprometedores al río Potomac, en Washington, lidia con la mafia ucraniana y cae de bruces en el espionaje industrial, atrapado en una telaraña de equívocos, e-mails en clave y pesadillas que toman forma de accidentes, asesinatos, corrupciones, cruel competitividad laboral y otras menudencias. Sólo los emotivos flash backs a su infancia junto a su hermano Dan, ahora enfermo, y el tono redimen al joven abogado de su vía crucis personal. La historia de Penn es negra, pero Wakling decide contárnosla en color, dejando caer aquí y allá alguna que otra frase burlona, guiños entre el narrador Penn en primera persona y el personaje Penn o descripciones de una minuciosidad exagerada que raya en lo cómico. De este modo se va construyendo un singular artefacto que muy bien podríamos denominar thriller de vodevil, gesticulante y astuto. Wakling despliega un estilo desenvuelto, un punto guasón -entre la comicidad de Sharpe y la ironía de Lodge, salvando las distancias- que le sienta francamente bien a esta historia frenética, que en algunas páginas juega a la astracanada y en muchas otras invita a pensar en la identidad, la ambigüedad moral y el azar. En letra menuda sí anotaremos que en un puñado de ocasiones el lector se pregunta si las metáforas de Wakling son un prodigio de ingenio surrealista, o lo que sucede es que la traducción sigue el texto demasiado ad litteram ("el parpadeo de los zapatos", "una tundra de espera"). Aun tratándose de lo segundo, lo cierto es que la prosa un tanto peculiar del atolondrado antihéroe Penn admite esto y mucho más. Entre el fraseo breve, el ritmo vertiginoso y una sintaxis ahogada en oraciones simples, esta novela de marras engaña, pero les aseguro que no es apta para lectores de por sí ajetreados. Y en modo alguno se entienda lo anterior como un reproche, bien al contrario, es un modo de decirles que Wakling ¡se las ha ingeniado para endilgarle al lector el estrés de su protagonista! Todos cometemos errores es un thriller, es literatura de género, sí, pero es literatura. García Márquez, Gombrowicz, Cormac McCarthy o Boris Vian han escrito literatura de género, ¿y? El talento siempre vence al género.
TODOS COMETEMOS ERRORES
Christopher Wakling
Traducción de Ana Pérez Galván
Tusquets. Barcelona, 2004
369 páginas. 17 euros
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