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Columna
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Alegría

Juan Cruz

Debe ser su padre tardío; lo cierto es que la niña se le ha encaramado en los escalones de la librería y él le lee un cuento. Él pasa las hojas parsimoniosamente, como si supiera que ella también está pasando así las imágenes del cuento. Él lleva unos pantalones blancos y una camisa amarilla; tiene canas que quizá no se peinó nunca, y la niña cubre sus tres años con un conjunto verdiblanco cuyo pespunte le llega hasta las rodillas. La niña oye con todo el cuerpo, porque a veces, mientras él le da la vuelta a una página, se rasca la nariz como si la nariz fuera también una de las palabras del cuento, o mueve el brazo haciendo las piruetas que sólo hacen los niños y los contorsionistas, y luego vuelve a ponerse el dedo en la boca, acaso también para escuchar como si estuviera soñando. Ella escucha en inglés, debe creer que ésa es la lengua de todo el mundo, y también la de los personajes a los que el hombre de pelo blanco les regala la voz e incluso los gestos. Los dos están en la zona de lápices de la Tate Modern, donde este domingo el gentío deambula entre las imágenes de la soledad contemporánea de Edward Hopper y la perplejidad de la posguerra. Sube al aire desde esos cuadros la desolación de una época y también su esperanza; los carteles de la guerra, la miseria, el hambre, las ruinas de aquella inteligencia, los años perdidos y también la infancia paseando por el templo abigarrado de la memoria y el arte. La desilusión del porvenir. En esa atmósfera pensé si no sería bueno guardar imágenes como ésta de la niña oyendo un cuento cada vez que el alma se siente sola o perdida en medio de las calles oscuras de la vida. Al final la niña se agarró ambas rodillas, dijo con su voz alguna cosa que hizo que el hombre se dirigiera a la caja con el cuento en la mano; allí la niña estuvo escrutando mis ojos y mis lápices y de pronto se encaramó sobre sus pies para preguntarme qué es lo que acababa de comprar. Lápices. Cuando el hombre del pelo blanco y la camisa amarilla se la llevó de la Tate noté que yo mismo había estado dentro de un cuento que ella se llevaba en la memoria. Ahora la imagen de ella escuchando un cuento forma parte del difícil álbum que uno se hace con la rara alegría que le dan los niños que se creen los cuentos.

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