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Columna
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Cinismo

Dos horas y media en autobús, y llegamos. Visitamos el centro arqueológico del lugar, Centro Federico Maciñeira, arqueólogo pionero, uno de los referentes del mito celta por sus excavaciones en Estaca de Bares (puerto); investigador de su tiempo y estudioso de los castros pre-romanos; confinado, finalmente, en su domicilio e intelectualmente anulado por los sublevados de 1936. Muere recluido y desahuciado en 1943. Abandonamos la zona urbana y recorremos el humedal. Charlamos.

Qué tiempos aquéllos (años treinta) en que la arqueología resultaba compatible con la política en su sentido más noble y pleno. Buenos tiempos por complejos, malos por lo duros que resultaron, con una larga y cruel guerra por medio. Hoy, comentamos, todos nos refugiamos en nuestra profesión, en nuestro quehacer, en nuestra particular huerta, y miramos para otro lado en cuanto la cosa se complica. ¿Indolencia o más bien un punto de cinismo? Nos importa lo justo que la policía rusa sea incapaz de encapsular un secuestro para evitar muertes innecesarias. ¿Trescientos o seiscientos? No importa demasiado: son eslavos y deben estar habituados a esto. Apenas si nos ocupamos del gran tema de nuestro tiempo: las migraciones. No ya por lo que tienen de drama humano inmediato y cotidiano (cada poco nos anuncian la muerte de un número indeterminado de africanos en la zona del Estrecho, por no hablar de la ginecóloga ecuatoriana que nos cuida al abuelo, o del enfermero guineano que nos recoge nuestra uva), sino por tratarse del gran problema de convivencia con el que Europa se ha de topar en los próximos años. Una Europa laica manifiestamente incapaz -por historia y por estructura social- de acoger a la nueva gente que llega hoy masivamente, y de asimilar esas culturas impregnadas de religión (aunque aquí viviéramos del integrismo católico hace no demasiados años).

Dejamos la ría Ladrido y nos dirigimos a la ermita de San Xoan de Trébol, en el cabo Ortegal. Otro tono, otro clima. Imagina, me dice mi amigo, que es gallego de Galicia, la que se está organizando con el Senado y el posible derecho de veto en ciertos temas de algunas comunidades; con la conferencia de presidentes de comunidad institucionalizada, con la nueva denominación de algunas de ellas. En fin, todo eso de lo que hoy se habla sin mayor problema en España, y en todas las naciones de España.

¡Eh, alto!, le respondo, no en la mía. Por allí fuimos pioneros: unos hablaban de competencias sobre lanzaderas de cohetes intergalácticos y asuntos de nacionalidad, y otros decían que nada de nada; unos querían grados de ciudadanía (vascos, españoles y medio-pensionistas), y los ciudadanos nos negamos en redondo. Creo que fuimos los que lanzaron todo esto: con y contra el plan Ibarretxe. Para Arzalluz (se lo he oído estos días en Radio Euskadi), todo lo posterior no evitará que estemos ahí, y se nos-les acabe dando la razón. Yo, por el contrario, pienso que, con esto del plan Ibarretxe y el bajón intelectual y de buen sentido que supuso, estamos perdiendo el pulso de los tiempos; que quien más quien menos en mi comunidad vamos perdiendo posiciones a partir de aquella infantil apuesta.

¿Y?, me dice mi amigo. Pues eso, le respondo, que somos tan cínicos como los que más. Ignoramos a Ibarretxe y a sus adversarios, a todos. Casi como que no nos importa, nos da igual. Olvidamos la apuesta que tenemos enfrente. Olvidamos el tiempo que vivimos. Y, lo que es peor, olvidamos la ruina que esto nos acarreará, que pasarán los tiempos sobre nosotros mientras dejamos la cosa pública en manos impúberes. Que la dura y cruel historia pasará sobre nosotros y nos arrasará.

Si éste es un tiempo que no heredamos, según el proverbio indio, sino que administramos en nombre de quienes nos suceden, tengo la impresión de que lo estamos dilapidando de manera pueril. Mejor, dar marcha atrás. Mejor, rectificar ya... siempre que nuestro cinismo nos lo permita. Bien, eso es lo que dije al llegar a la ermita de San Xoan de Trébol.

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