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DEL FLAMENCO Y OTRAS SEÑAS DE IDENTIDAD
Columna
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Gazpacho con brillantina

Un restaurante en Tokio, año 1988. Cuando el dueño del establecimiento se enteró de que éramos andaluces, se nos acercó y nos señaló, muy ufano, un cartel de toros que tenía en una de las paredes. En él, como por raro prodigio, figuraba su nombre -que desde luego seré incapaz de reproducir-, entre el de otros dos espadas verdaderos. Se lo habían confeccionado en algún lugar de la Costa del Sol. Una práctica turística bastante rutinaria, pero de insondables significados. ¿Por qué aquel hombre sonreía con sus ojos oblicuos, tan feliz, bajo la mera ficción de haber sido torero en un sueño imposible? ¿Por qué a tantos japoneses, además, les gusta el flamenco? (En esta bienal vuelven a ser riadas). ¿Por qué los ingleses siguen viniendo por otras oleadas cada verano, en busca de sol, sí, pero también de calamares fritos, aceitunas gordales, jamón de Jabugo, rumbitas y hembras de profundo azabache en la mirada?

El andaluz ilustrado tiene hoy un problema muy serio. De siempre se ha sentido, digámoslo suavemente, inquieto, tratando de comprender cómo nos ven los extranjeros. Qué suerte de bichos raros seremos en esa entomología del tipismo, y cómo es que se alarga hasta hoy el insufrible tópico del andaluz chistoso y renegrido, vago pero simpático, con su castellano "corrompido" pero chispeante, etcétera. Ejercicio imposible. Pues los andaluces leídos en modo alguno nos consideramos así, y asistimos, entre perplejos y horrorizados, al rico muestrario en que suelen volcarse esas banalidades, esa "quincalla meridional", que decía Ortega. Por ejemplo: si un extranjero cualquiera se dirige cualquier día del año a una oficina de turismo, en alguna de nuestras grandes ciudades, en demanda de información sobre "buen" flamenco (los extranjeros no son tontos, sólo son extranjeros), se topará con la incongruente realidad de que no hay buen flamenco casi nunca. ¿Cómo es posible? Pues lo es. Salvo que tenga la suerte de caer por aquí en tiempos de Bienal, lo más que podrá "disfrutar" es de un "paquete turístico", donde se incluye autobús, tiendas de souvenirs, gazpacho -o algo parecido- y tablao con un flamenco exclusivamente festero y tirando a mecánico. Un alegre grupo de bailaoras, desde luego guapas y muy atractivas, jaleándose y enseñando las piernas hasta el punto de ebullición, y otro grupo de bailaores de abundante melena ensortijada, que al evolucionar se irán desprendiendo, en apasionadas ráfagas, de toda la brillantina que se echaron en el pelo. (Por cierto, aconsejo no ponerse en las primeras filas, o acabarán tomando gazpacho con ese aderezo imprevisible).

Antes, el andaluz ilustrado podía consolarse leyendo a Brenan, a Latour, a Davillier, a Massignon, a Heren (quizás el primero que señaló "la invención de Andalucía" por los viajeros románticos, principalmente ingleses). Luego a la Yourcenar, que nos enseñó a vernos como "pueblo acostumbrado a las tensiones extremas"; a nuestra querida María Zambrano, que nos desveló el valor de la metáfora andaluza como una ciencia de la melancolía del Paraíso; a Ian Gibson, involucrado como el primero en una lectura social de la marginación, de la injusticia histórica de Andalucía. En todos ellos encontramos una especie de antídoto contra la superchería, contra esa imagen distorsionada de lo andaluz, sembrada a los cuatro vientos por los propagadores de exotismo, donde encontramos perlas como éstas: "Casi toda Andalucía está abandonada e inculta" (Richard Ford); "Toda la gente de esta parte de Sevilla tiende a ser contrabandista; por la parte de Córdoba, se inclinan al bandidaje" (Washington Irving). Y la definitiva: "Los andaluces son indolentes y superficiales" (George Borrow). No es de extrañar la marimorena que se formó cuando un ministro de Aznar, un tal Aparicio, se dejó caer con aquello de que "el peor favor que podemos hacerle a Andalucía es dejarla sumida en la indolencia". Y todavía se extrañan de que no les votemos.

Entre otras contumaces secuelas del tópico: en una mesa redonda celebrada en abril, con motivo del Festival de Cine de Málaga, una docena de actores jóvenes se quejaba de tener que disimular su acento andaluz para ser contratados en Madrid, salvo que aspirasen a papeles de criadas o camareros.

El andaluz ilustrado, en fin, se halla otra vez perdido, en medio de una vorágine de mitos vivientes, como son esas romerías cada vez más multitudinarias, ferias y Semanas Santas donde la gente joven se encuentra a sus anchas con el nuevo culto de Isis, de Diana o quién sabe si de la antigua Diosa Lunar ibérica. A lo mejor es simplemente de Baco. Y sin tener donde agarrarse, los ilustrados, digo. Intentando sacar la cabeza de la ofuscación mítica colectiva, ver algo dentro de aquella "secreta complicidad entre la ilustración y el mito" que, según Habermas, se da en cada nueva etapa de la ilustración. Pues no es menos cierto que algo tiene que haber, quiero decir, que una marca tan abigarrada, y tan terca, en torno a la identidad andaluza, algún reducto de verdad ha de contener en algún sitio. Pero cuál. Ése es el problema, que no sabemos lo que es, pero es. Como el tiempo en San Agustín. Como el flamenco mismo. Y segundo problema: que sea lo que fuere, se trata de algo extremadamente delicado y por eso fácilmente degradable, en manos de los mercaderes del signo. Un don incógnito, y sutil como los microhongos que hacen el fragante vino de Jerez y de Montilla, pero muy poderoso también, o de lo contrario no se entiende que sólo los viajeros ingleses del XIX publicaran 124 libros sobre Andalucía, y los franceses aproximadamente la mitad (por cierto, con menos prejuicios que los anglosajones); que el mito de Al-Andalus ya pueda rastrearse en Estrabón y que dejara varias leyendas en Las mil y una noches. Que fuera Shushtari, un poeta lujurioso arábigo-andaluz, nacido en Guadix hacia 1.212, el que creó el modelo de la poesía popular erótica aplicada a la poesía mística sufí, imitado por todo el oriente islámico y siglos más tarde por el mismísimo San Juan de la Cruz. Y hasta creo que José Ángel Valente y Juan Goytisolo han sido sus últimas "víctimas".

Hoy en día, y por los testimonios que vamos recogiendo de turistas comunes, los muchos extranjeros que nos visitan -y ahora más que nunca-, empiezan a conformarse con otras cosas, o acaso es que siguen prendidos de aquella misma, impenetrable sustancia, cuando les fallan los estereotipos que traen en la mente, o les dan gato por liebre en cualquiera de esos "paquetes turísticos". Siguen siendo perceptores, según dicen, como de una alegre sensualidad que dicen haber en el ambiente, de un arte estoico de vivir a lo que hay. Fascinados por el carácter acogedor de la gente sencilla que, por ejemplo, en lugar de indicarte dónde está tal sitio, te acompañan a él. O por la buena alimentación mediterránea, la inmejorable costumbre de la siesta, el tapeo como forma de comer sosegada y plural..., y hasta el ajo empiezan a tolerarlo en el gazpacho, eso sí, poquito. Brillantina, no. Pero flamenco verdadero, como el de esta bienal, sí.

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