Los pringaos
A nosotros nos gustaría que los niños nos quisieran más. Eso pensamos mi santo y yo en la sala de embarque, aunque no nos lo decimos, pero por la cara que tenemos, los dos sonriendo mirando al vacío, me corto un brazo a que pensamos lo mismo. A nosotros nos gustaría que los niños nos quisieran tanto que hubieran dejado sus interminables veraneos y hubieran venido a despedirnos y hubieran llorado a mandíbula batiente y nosotros les hubiéramos dicho, hijos míos, si Nueva York está a tiro de piedra. En realidad, a nosotros, lo que nos hubiera gustado que te cagas es que los niños hubieran venido con nosotros a Nueva York, pero los niños, descaradamente, prefieren a sus novias. Nueva York les importa un huevo. Y si la patria es la lengua, como dirían los escritores, la patria de estos niños es la lengua de sus novias. En todos los sentidos. Los niños están perdidamente enamorados y cuando no están con ellas están hablando por teléfono con ellas, y cuando no, pues se están duchando, porque los niños, cuando se enamoran, se duchan varias veces al día no sé si para prepararse para el próximo encuentro o para descongestionarse del anterior. Mi santo y yo pensamos, superalunísono que cuando teníamos la edad de los niños estábamos desesperados por largarnos de casa y soñábamos con una buhardilla en Lavapiés con cojines en el suelo y un colchón sin canapé para desfogarnos sin cortapisas. Nuestros niños han ido más allá de nuestros sueños, han conseguido que los que se vayan sean los padres y ser independientes con adsl, ordenador de última generación, colección nada desdeñable de dvd, colección de Los Soprano, música del barroco al acid-house, gastos pagados, teléfonos disponibles y una cama king-size en la que preferiría que nadie se acostara y así lo he dejado dicho: si me encuentro un pelo en la sábana, lo llevo a analizar. Y toda esta maravilla, sin nuestra antipática vigilancia. Esa vigilancia que obliga a tener la cama hecha, a no comer como en los cuarteles, esa vigilanta (yo) que se pone de puntillas para llegarte hasta la boca y te huele el aliento a ver si te has pasao tres pueblos. Este matrimonio de mediana edad al cual pertenezco piensa en lo rara que es la vida para que siempre seamos nosotros los que nos vamos. Nos fuimos a vivir al pisito modesto cuando éramos jóvenes y ahora les dejamos a los niños el casoplón y nos vamos a vivir, otra vez, al pisito modesto. La historia es cíclica, como dice Bicoca. A nosotros nos gustaría ser como los padres de antes, cuando decían aquello de: mira lo que he hecho por ti, desagradecido; te di la vida, te llevé a la escuela, te fui a recoger a los cumpleaños de tus amigos y te unté vicksvaporubs en el pechito. Pero nosotros somos como los padres de ahora y pensamos que están en su derecho y ya estamos buscando residencias para no molestarles cuando sean de mediana edad como nosotros. Este matrimonio de mediana edad no quiere que los niños se sientan culpables. Sin embargo, este matrimonio que espera la cola para entrar en el avión pertenece a esa generación (¿la última?) que aún se siente culpable por los padres, y en el ultimísimo momento este matrimonio, superalunísono, echa a correr, busca un teléfono y llama a sus progenitores para tranquilizarles: no os preocupéis, por Dios, si Nueva York está a tiro de piedra.
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