Sorpresas y singularidades
La compañía titular cubana continúa en el teatro Albéniz de Madrid con su temporada veraniega (que se extenderá hasta el 12 de septiembre), y lo primero que ha ofrecido son varias funciones de El lago de los cisnes, una carta de presentación donde están contenidos sus presupuestos y contradicciones; el clásico de Petipa-Chaicovski en versión de Alicia Alonso compendia las luces y las sombras del Ballet Nacional de Cuba.
En la tradición cubana hay un nutrido grupo de buenos artistas que han luchado con y contra su físico y han impuesto sus calidades dancísticas, su trabajo, por encima de las dotes naturales. Ahora, cuando podemos hablar de quinta o sexta generación de bailarines de la isla, seguimos encontrando estos casos, que despiertan, de entrada, admiración. En ballet, también el tesón es gran parte del secreto de llegar a ser convincente sobre el escenario; quien se duerme en los laureles de sus dotes, no llega muy lejos (de esto también hay varios ejemplos en los anales habaneros).
A Madrid viene el BNC con una plantilla sensible y profundamente renovada en toda la cadena de representación: desde el cuerpo de baile a los solistas y principales. Se palpa energía, pero también inmadurez, algo bisoño en las hechuras. Y en ballet, hay que decirlo, las comparaciones nunca son ociosas. Actualmente los estándares internacionales que se imponen por las grandes compañías mundiales ponen el listón altísimo. Eso perjudica la valoración del arte de los cubanos, que siempre han ofrecido sus excelencia vitales al margen de esos estándares, con los que claramente hoy ya no puede competir (medios técnicos y económicos, homogeneidad, adecuación estética, incorporación del gran repertorio internacional moderno). También en ballet Cuba es un caso aparte, complejo, con éxitos y sinsabores, con una enorme, dolorosa diáspora y con una cantera de talentos que parece inagotable.
Algunos de los artistas que vemos en el Albéniz ya eran muy conocidos, como Bárbara García (poseedora de una sólida técnica) y Alihaydée Carreño (perteneciente a una de las sagas emblemáticas del ballet cubano, los Carreño). Entre los nuevos artistas, mencionemos el debut madrileño en Odette-Odille de Hayna Gutiérrez (que tuvo como partenaire a un mejorado Octavio Martín) y de Rolando Sarabia en el príncipe Sigfrido (su cisne fue Alihaydée Carreño).
Gutiérrez y Sarabia son dos polos opuestos. Mientras la primera intenta cristalizar un personaje complejo a través de una gestualidad extrema que no la ayuda demasiado y forzándose a una bravura a veces por encima de sus posibilidades, Sarabia pasea por la escena con la gallardía de un héroe que se sabe dueño de la situación, haciendo del virtuosismo una regla propia (su limpieza de ejecución es a veces insultante sin rozar siquiera el exhibicionismo). Si la malla o la chaquetilla tuvieran bolsillos, allí se metía a todo el auditorio, pues este joven de 24 años posee una técnica fuerte y delicada a la vez, limpia y mesurada, ciertamente narcisista, pero capaz de conmover. Sarabia usa del ralentí no sólo para coronar sus giros perfectos, sino para expresarse sobre una pantomima gastada y que él ennoblece y eleva, hasta la justifica; sus problemas comienzan sobre todo con su inexperiencia para el baile en pareja. Los cisnes blanco y negro de Carreño esta vez han sido más gratificantes; se la siente madura. Hayna Gutiérrez es el ejemplo del deseo de superación (y logra ya momentos hermosos), y Sarabia puede estar sin duda entre los mejores de su hornada. También han resaltado el bufón de Joan Reyes (desprende ternura en el histrión), y las intervenciones en el pas de tríos del primer acto de Romel Frómeta y Sadaise Arencibia (¿por qué no disfrutamos de una Odette en ella?); en todos ellos hay muchísimo talento y ya se les reconoce, se les sigue.
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