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Columna
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Medalla

Aunque sea blanca, la luna parece una medalla de oro cuando recibe la luz del amanecer. Por eso la luna despertó los instintos deportivos del hombre lobby. Vio su perfección redonda en el cielo americano y empezó a aullar en busca de un grupo de presión para conseguir su medalla, que era la nuestra, la que nos merecemos todos, y no sólo porque hayamos contribuido a pagarla, sino porque cualquier medalla premia en un único pecho el trabajo anónimo de todos los ciudadanos, el esfuerzo silencioso de los que baten las marcas de la vida, y luchan contra los cronómetros laborales, y corren para que no les pille el camión de la basura del destino. Eso afirman los periodistas deportivos. José María Aznar, el hombre lobby, quiso ser el mejor velocista español de todos los tiempo, y miró a la luna, y aulló en los estadios del mundo. Más que por ambición personal, trabajaba una vez más por servicio a España y a la civilización. A él le hubiera bastado con la medalla de la Virgen del Pilar, diestra en derrotar franceses y maestra en mezclar los impulsos nacionales con las cuentas de la Iglesia. Si el hombre lobby persiguió a través de los despachos de abogados una medalla de dimensión civil, un reconocimiento en el Congreso de los EE UU, fue para compensar de antemano las desilusiones deportivas de Atenas y, sobre todo, la injusta derrota española ante la selección norteamericana de baloncesto. Con el déficit cero y la falta de inversiones, era dudoso que algunos de nuestros deportistas llegasen a alcanzar el oro por su cuenta. Así que el hombre lobby miró a la luna, aulló, y quiso adelantarse a los hechos, ganándose su medalla, que es la nuestra, y ejemplarizando la fábula contemporánea del esfuerzo personal recompensado.

La cursilería del espíritu olímpico es una ebriedad que apenas se soporta. Santificando la hipocresía internacional en mitad de un genocidio, se organiza una reunión de banderas, expertas en el tráfico de armas, para que los seres humanos se sientan unidos en la hermandad del esfuerzo limpio, mientras un grupo de vividores de sangre azul y de gentes ociosas, denominado Comité Olímpico, se dedica a reconocer la sana competición de unos atletas devorados por los medicamentos. Ya sé que es peligroso convertirse en un cascarrabias, pero podríamos llegar a un equilibrio, un punto intermedio entre la indignación y la hipocresía olímpica. Mientras las cosas sigan así, en una realidad tan dopada, sólo pueden conmover de verdad los perdedores, los que viven al margen del aplauso y de la voracidad de la telebasura. Esos sí que representan el fracaso cotidiano del despertador y de los sueños. Me emociona el desengaño terrible del hombre lobby, por una vez real como la vida misma. Lo había pensado todo, se había hecho la famoso fotografía con el dream team del genocidio de Irak, tenía a Dios y al Emperador de su parte, había escogido la disciplina de la velocidad para dejar las distancias largas en las manos de Fraga, que compite con el cardenal Rouco Varela por la antorcha del absolutismo tradicionalista español; y de pronto todo sale mal, pierde la carrera y es acusado de dopaje en los trámites de su medalla. Así es la vida, es mentira que se premien los esfuerzos. El hombre lobby sabe ya que las Olimpiadas son un camelo. Y yo también.

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