Un 'sirtaki' como guinda
La doma, un mundo de encanto y silencio sacudido por el duende ibérico
El Centro Ecuestre de Markopulo está cerca del aeropuerto de Atenas, al sureste de la ciudad, y es una de las instalaciones olímpicas más alejadas de ella. Es habitual que la hípica sea uno de los mundos aparte en los Juegos por razones logísticas. Los caballos requieren un trato especial. Cabe recordar que la hípica de Melbourne 56 se tuvo que disputar en Estocolmo al no permitirse su entrada en Australia por las estrictas medidas aduaneras y agrícolas. Precisamente hasta los Juegos que había organizado en 1912 la capital sueca no entró el deporte ecuestre en el programa. Atenas se toma así una revancha porque en 1896 no hubo hípica por su difícil organización. Tampoco en París, en 1900, ni en San Luis (Estados Unidos), en 1904, por el largo viaje, ni en Londres, en 1908, porque se tuvo miedo a hacerse cargo de ella a última hora. Esta vez, no ha habido problemas y los animales se reunieron en Alemania y el Reino Unido para volar desde allí hasta Grecia.
'Invasor', que ya tiene 15 años, el joven 'Oleaje', 'Guizo' y 'Beauvalais', grandes deportistas
Manda la versatilidad del caballo, al que se mima como el gran protagonista
La hípica es un mundo particular y la doma mucho más. Es la modalidad menos extendida y su reglamento es mucho más complejo porque depende de movimientos. En Atenas hay dos estadios, uno para los saltos y otro para la doma. Pisos de hierba, en el primer caso, y de tierra, en el segundo. Ambos se usaron ya en la primera prueba, el concurso completo, que, además del durísimo cross, los saltos en un circuito de campo, suma la doma y los saltos. Por compleja y repetitiva, es la que corre peligro de desaparecer. Pero estos días son los de la doma en solitario. La tierra es la que manda. Y el silencio, mucho silencio. Al revés que en otros deportes, en los que animar es obligado, no se oye una mosca durante las actuaciones, como si peligrara la vida de los artistas. Y los artistas son una pareja inseparable. Cuanto más, mejor. Con la estética del caballero antiguo, con sombrero y traje oscuro, salvo los militares, que pueden llevar su indumentaria.
En la doma actual sólo hay música en el ejercicio final individual, el único que es libre. El resto de las jornadas, con ejercicios obligatorios y que la gente se sabe de memoria, el silencio preside la competición hasta el final porque la deportividad del público es absoluta. Hay hinchadas, no sólo las habituales de otros participantes y técnicos, pero su fidelidad corre pareja con el respeto al medio. Sería algo así como el patinaje artístico o la gimnasia, pero en silencio. Están en un mundo de caballeros, al que las damas, por cierto, como en el resto de las pruebas hípicas, sólo entraron en Helsinki 52. Únicamente los gritos se desbordan al término de cada actuación y se valora lo bueno. Los holandeses, por ejemplo, pero también los alemanes y los estadounidenses, directos rivales, se rindieron en aplausos a Beatriz Ferrer-Salat. Lo cortés no quita lo valiente.
La estética y el amor al caballo se suman hasta el máximo en la doma. Mientras los saltos los preside la emoción por el esfuerzo, en ella manda el encanto, la versatilidad del caballo, al que se mima como el gran protagonista. Es un deportista y un ser vivo. Cada uno, con su carácter, y no siempre en forma. Invasor, uno de los dos de raza española que monta Rafael Soto, tiene ya 15 años y su jinete comenta: "Muchos decían que no iba a aguantar, pero ahí está. Voy a darle manzanitas y lo que haga falta". Debutó con siete, la edad mínima para ser olímpico, en Atlanta 96 y se retira con sus terceros Juegos, un récord sólo alcanzado por el alemán Rembrandt. Cuando Soto, como los demás, hablan de éxitos, no dicen: 'He ganado aquí'. Dicen: "Invasor ha ganado".
Si el caballo es el rey, a la doma ha entrado aire fresco, arte puro andaluz, con los caballos de raza española. Además de Invasor, está el joven Oleaje, de Ignacio Rambla, el otro profesor de la Escuela de Jerez, que bastante trabajo ha hecho con empezar con él hace poco tiempo. Era una nota de descarte si fallaban los consagrados. Pero ni siquiera falló Guizo, el lusitano de Juan Antonio Jiménez, que también es de raza ibérica y se le nota. Beauvalais, el hannoveriano de Beatriz Ferrer-Salat, parece haberse contagiado de la alegría y del duende, dentro de su calidad.
La valía y la capacidad de improvisación de los cuatro centauros en un mundo en el que se improvisa poco se pudo comprobar ayer hasta después de la entrega de las medallas, cuando empezó a sonar por los altavoces la música de Zorba, El Griego. Los cuatro españoles daban la segunda vuelta de honor entre los otros ocho ganadores, los cuatro oros alemanes y los cuatro bronces estadounidenses. Guizo ya había saludado en la primera con un apoyo al trote a la izquierda, pero entonces fue todo un espectáculo. Invasor, Oleaje, Beauvalais y Guizo se pusieron a bailar el sirtaki siguiendo los acordes de la música. La guinda.
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