El extraño caso del señor Mihura
Teniendo en cuenta su acrisolada reputación de gandulazo, la verdad es que el volumen del Teatro completo de Miguel Mihura corta el hipo: mil seiscientas páginas (comedias, prólogos, antecríticas) en la espléndida edición de Cátedra a cargo de Arturo Ramoneda; un libro imprescindible y que ha tardado más de cuarenta años en ver la luz, ya que la anterior recopilación de su obra, editada por la barcelonesa AHR, concluía en 1962.
Sobre Mihura, como sucede con todos los grandes, han circulado un montón de ideas generales. La más reiterada suele presentarle como un dramaturgo de derechas que, tras una primera obra "rabiosamente vanguardista" (Tres sombreros de copa, por supuesto), abdicó de su ideario para pasarse con armas y bagajes a la "comedia burguesa". Siguen, en bandada, porque los clichés siempre viajan juntos, los calificativos de frívolo, descomprometido, e incluso misógino. Curioso misógino, por cierto, que nos legó algunos de los mejores retratos femeninos de nuestro teatro: mujeres tan fuertes y apasionadas como Ninette, la bella Dorotea, la Florita de Sublime decisión (que reclama y consigue su lugar en un mundo de hombres) o Mercedes, la ardiente soñadora de El caso de la mujer asesinadita. Pero vayamos por partes, porque hay mucha tela que cortar.
Durante unas semanas me
he zambullido en este Teatro completo, revisando sus principales comedias y descubriendo otras (a razón de una por día, como un tónico reconstituyente), y su lectura ha sido un placer absoluto: por el lenguaje, fresquísimo y brillante; por la velocidad de crucero de sus diálogos; por la soberbia arquitectura dramática y el buen sentido que exhalan casi todas las piezas. Pero quizá lo más importante de esta inmersión haya sido el advertir la claridad de unas aguas, como digo, enturbiadas por los lugares comunes de muchos glosadores y críticos.
No cuesta estar de acuerdo en que don Miguel era un anarquista burgués que abrazó la causa franquista (como todos sus compañeros, los "humoristas del 27") y quiso convencerse de que vivía en el mejor de los mundos posibles, pero como esa pintoresca creencia no aflora en su arte con la frecuencia debida, los gerifaltes del régimen siempre le miraron con una mezcla de sospecha y desdén, porque nunca sabían por dónde iba a salirles.
En cuanto a la crítica "de izquierdas" (Monleón, Doménech, etcétera), aun aplaudiendo el savoir faire de su trabajo, lamentó una y otra vez el abandono de la línea abierta por su primera obra, para la que se acuñó el remoquete de "precursora del teatro del absurdo". Es evidente que Tres sombreros de copa era una pieza absolutamente revulsiva cuando se estrenó en 1952, y no digamos cuando fue escrita (veinte años antes), pero a mis ojos poco tiene que ver con Ionesco y compañía: es una comedia antisentimental con gente estrafalaria, que prefigura los cielos de hojalata del primer Anouilh (Le Bal des voleurs es de 1938) y las lunas de papel de Marcel Achard, cuya trayectoria, por cierto (primero "vanguardista" con Jouvet y Dullin, luego boulevardière) no es muy diferente de la de Mihura. Pese a sus innegables fulguraciones, Tres sombreros produce un poco la molesta sensación de haber ingresado en un cuadro de Chagall y tener que abrirse paso a codazos entre novias, pianos y cabezas de cabra. En comparación, me quedo con la furia marxiana (que no marxista) de Ni pobre ni rico sino todo lo contrario, la farsa que Tono y Mihura componen en 1943, mucho más rompedora y dislocada y, ya de paso, más próxima a la "acumulación de vacíos" de Ionesco. Pero Ni pobre ni rico, con toda su riqueza de invención, se hundió bajo el peso excesivo de un adjetivo impropio ("humor codornicesco"), y el prestigio de Tres sombreros, con el largo eco de todo lo que pudo haber sido y no fue -los críticos adoran los boleros de amores imposibles- enturbió la recepción de la obra posterior de Mihura, mucho más sólida, compleja y diversa, propiciando esa etiqueta de "autor burgués" de la que el bueno de don Miguel jamás logró despegarse.
Sin embargo, aquí está su
Teatro completo para poner las cosas en su sitio. Descubran ustedes, por ejemplo, La canasta (1955), que no fue recogida en la recopilación del 1962: un ataque en toda regla al matrimonio, la familia y los ritos sociales de la burguesía, que recubre con azúcar humorístico la píldora de una atmósfera de estupidez asfixiante. (Si esto es una comedia burguesa y pactista, yo soy chino). O La tetera (1965), un aguafuerte negrísimo de la vida provinciana; un juego perverso sobre la verdad y sus apariencias, entre el Pirandello de Así es si así os parece y el Chabrol de Inocentes con manos sucias. Ha habido alguna decepción en esta relectura, como Carlota (1957), que recordaba como una perfecta pieza policiaca, pero cuyo motivo central (la mujer que hace creer a su marido que es una asesina para "animar" su matrimonio) es forzadísimo, compensada por la constatación -y el descubrimiento- de varias obras maestras. No hablaré de Ninette, Maribel o Sublime decisión, sobradamente conocidas y apreciadas. Los peces plateados de mi zambullida serían A media luz los tres (1953), soberbiamente construida y con la inmensa melancolía de su final (¡ese seductor que va para viejo y acaba casándose con su criada!); la lucidez empecinada de La bella Dorotea (1957), casi una comedia de la Ealing o lo que sucedería si Flora Trévelez hubiera tenido tanta cabeza como corazón, y, sorpresa absoluta, la maravillosa El caso de la mujer asesinadita, coescrita con Álvaro de la Iglesia en 1946. Tenía un recuerdo muy vago de esta joya que va mucho más allá de lo policial: un delicadísimo misterio que comienza bajo el influjo jardielesco (con fantasmas, telepatía y sueños premonitorios) y acaba dándole sopas con honda al Coward de Un espíritu burlón. Ahora les toca a ustedes pescar sus propios peces plateados.
Teatro completo. Miguel Mihura. Edición, introducción y notas de Arturo Ramoneda. Cátedra. Madrid, 2004. 1.629 páginas. 35 euros.
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