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Columna
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Los peligros del miedo que supimos aprender

Había prestado mucha atención a esas últimas palabras. Los miedos más enfermizos, los que son expresión de nuestros peores aspectos insalubres, son enseñados.

Dicho de otra manera, alguien o algunos, responsables de la educación de otros, se ocupaban de trasladarnos, plantar en nosotros, infectarnos con esa horrible sensación de parálisis y ese irracional deseo de salir corriendo frente a situaciones que deberían ser motivo de curiosidad, de exploración o de una normal aceptación de lo displacentero. Y lo peor, adivinaba Marta (o lo recordó), era que ese aprendizaje siniestro se justificaba diciendo que se hacía "por nuestro bien".

MIEDO

Nosotros, nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos, no nacemos con miedo, aunque sí con la posibilidad de asustarnos -la misma que tienen un perro, un gato o un canario-. Y la mayoría de los miedos que sentimos en la vida cotidiana no son innatos, los hemos aprendido. Dicho de otra forma, tenemos miedo porque alguien o algo nos lo ha enseñado.

Hoy, en lugar de decirles adiós a mis hijos con un "cuídate", intentaría despedirlos con un maravilloso "diviértete"

De los peligros del miedo aprendido nos ilustra esta vieja historia tradicional.

Había una vez una madre que tenía un único hijo. Ella era tan temerosa que vivía angustiada pensando que no podría seguir viviendo si a su hijito le pasara algo. Tan asustada estaba de sus fantasías que un día para que su hijo no saliera solo a la calle le sentó en los sillones de la sala y le dijo:

-Mira, hijo, en la calle vagan unos espíritus malignos que se llevan a los niños que están sin su mamá. Así que nunca, nunca salgas a la calle sin mí. ¿Entiendes?

-Sí, mami -contestó el chico asustado.

El plan resultó y el chico nunca más salió a la calle sin su madre.

Cuando el chico cumplió quince años, la madre empezó a pensar que algún día ella no estaría y que su hijo tendría que manejarse en el mundo exterior.

Se sentó otra vez en la sala y le dijo al muchacho:

-Sabes, hijo, tú ya eres grande y pronto te irás de esta casa en busca de tu camino.

-No, madre. Me iré si vienes conmigo. Te recuerdo que afuera están los espíritus malignos que me llevarían si no estuviera contigo.

La madre pensó que decirle la verdad equivaldría a admitir que su propia madre le había mentido, así que le dijo:

-De eso te quería hablar. Los espíritus jamás te llevarán mientras lleves en tu cuello esta medallita que ahora te regalo -y quitándose la medalla que colgaba en su cuello se la puso a su hijo-. Quiero que sepas que desde ahora podrás salir sin mí porque mi medalla te protegerá. Tienes que confiar en lo que te digo porque tu madre nunca te mentiría: mientras tengas esta medallita, ningún espíritu se acercará a hacerte daño. ¿Entiendes?

-Sí, mamá...

El joven la creyó.

Pero de todas maneras, desde que su mamá murió, el muchacho nunca salió de su casa. Siempre tuvo miedo de perder la medallita...

Mi madre nunca me asustó con los monstruos malignos. Ella lo hacía con una sola palabra: "Cuídate".

El "cuídate" de los padres opera como una manera sutil de avisar que el mundo es "peligroso", una forma de establecer que "debes tener miedo", un antídoto contra toda conducta espontánea y por lo tanto riesgosa.

Lo hacía con la mejor intención, como lo hice yo muchos años después con mis propios hijos. Hoy confiaría más en ellos y en lo que pude enseñarles. Hoy en lugar de decirles adiós con un "cuídate", intentaría despedirlos con un maravilloso "diviértete".

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