El arduo aprendizaje de la no dependencia
Marta empezó a pensar que debería guardar los textos que le aparecían en palabrasalacarta.com. Se dio cuenta en el trabajo cuando quiso contarle a Rosa algo de la Autodependencia y no podía precisarlo. Sabiendo que solamente tenía 30 días, y que sólo podía hacer una consulta diaria, le daba pena volver a un texto que ya había leído, pero no quería conquistar también el espacio neurótico de vivir interrumpida por algo, así que cuando llegó a su casa, abrió el ordenador y volvió a escribir:
NO DEPENDER
Para su sorpresa, la página que se abrió no era la del día anterior.
... No depender es sin lugar a dudas uno de los grandes desafíos de los que luchamos diariamente por una vida plena, por eso que muchos llaman ser feliz.
El autodependiente siempre será acusado por quienes todavía transitan espacios dependientes, de ser soberbios, tontos, crueles o agresivos
Pero no depender tiene costos y es necesario saber que estos no son nada baratos. El autodependiente siempre será acusado por aquellos que todavía transitan espacios dependientes, de ser soberbios, tontos, crueles o agresivos, cuando no reprochados por antisociales, desamorados o egoístas.
Es que aquellos que han aprendido a no depender tampoco permiten que otros dependan de ellos. Saben que de cualquiera de los dos lados de la cadena, el esclavo y el amo son víctimas de la esclavitud, y la rechazan de plano. Reniegan de ser percheros de sombreros ajenos y no quieren apoyarse en otros para escalar posiciones.
Un viejo cuento nos ayuda a pensar en ello.
En el jardín de una vieja casona abandonada brotaron el mismo día los tallos de una enredadera y de un roble.
La primera se dio cuenta enseguida de que su camino era el cielo y su destino el sol, gracias al cual había nacido. Debía consagrar todo su ser para dirigirlo a la luz. Y fiel a su decisión se arrastró con un poco de asco hacia el muro, el único muro que quedaba en pie de la vieja casa y empezó a trepar por él.
El segundo tallo, el del roble, sintió que debía toda su existencia a la tierra, al agua y a los minerales que lo habían nutrido en su época más oscura. Sabía que necesitaba del sol pero no podía dirigir sus ramas a él si no fabricaba antes un tronco firme sobre el cual desarrollarlas, y su intuición le señaló que necesitaba primero raíces firmes.
Durante un tiempo los dos nuevos habitantes del jardín se ocuparon cada uno a su modo de su propio crecimiento.
Desde lo alto, un día la enredadera descubrió al sudoroso roble, que apenas despuntaba entre la hierba.
-Hola enanito -le dijo burlándose- es una lástima que no puedas disfrutar el paisaje que se ve desde aquí...
-Sí... -dijo el roble-, pero debo ocuparme de mis raíces si quiero tener un tronco sólido para crecer con él.
Pasaron los meses y después los años. La enredadera, poderosa, cubría casi todo el muro y seguía burlándose de vez en cuando de la pequeñez del gordo roble, pura madera y burdas raíces.
Una noche, sucedió lo que nadie esperaba. Una terrible y furiosa tormenta se desató sobre la vieja casona.
La enredadera se aferró con sus pequeñas raíces al muro para no ser arrancada por el viento y el granizo. El roble se afirmó con sus raíces profundamente metidas en la tierra y las hojas buscaron la protección del propio tronco.
Todo sucedió en un momento, un relámpago iluminó la noche y como en una cruel fotografía alumbró el instante en el que la última pared de la casa que quedaba en pie se derrumbaba estrepitosamente, y con ella dejaba en tierra los más altos tallos de la enredadera.
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