Arrebatadora y terrenal
Como el resto de la gente común, yo sólo conocí a Ángela Molina en el año 1976, pues la coincidencia del primer apellido no implica parentesco entre nosotros, ni siquiera lejano. Ya me habría gustado a mí ser hermano, tío joven, incluso primo segundo o algo medianamente carnal suyo. Con un aire de familia me conformaba.
De aquel descubrimiento de 1976 retengo tres cosas de ella: los ojos como pozos llenos de agua clara; la sonrisa, fresca y hasta un poco procaz, sin dejar de ser limpia, y el acento andaluz de la criadita Encarna que interpretaba en Las largas vacaciones del 36. Naturalmente, no era ésa su primera aparición en pantalla; los libros nos hablan de un debut muy juvenil en una película envejecida que se llama No matarás, y luego vino otro par francamente olvidable, hasta llegar al primer annus mirabilis (luego ha tenido bastantes más en su larga carrera). Porque en 1976, aparte de encarnar a la vivaracha Encarna del filme de Jaime Camino, Ángela trabajó también con Antoni Ribas y Carles Mira, con Miguel Picazo, y empezó a preparar el rodaje de Camada negra, su primer gutiérrez aragón, con quien formó a lo largo de diez años y cuatro grandes películas un glorioso tándem cinematográfico.
"Ángela le miró para despedirse, pues el director estaba más allá; antes de doblar la esquina, Buñuel le soltó: "Molina, la quiero"
"Lo 'molina' de los Molina es un maravilloso gen volatinero y bohemio que se les nota cuando hablan, actúan, cantan"
En Camada negra no era lo que llamamos habitualmente una protagonista absoluta, papel que le correspondería en todo caso a María Luisa Ponte dentro de una película centrada en los hombres integrantes de un grupúsculo fascista activo en la transición española. Pero ya Ángela conseguía esa irradiación que sólo los grandes actores tienen al irrumpir en un escenario, antes incluso de hablar, o mirando de tú a tú al ojo de una cámara de cine. Staying power es la bonita expresión inglesa, que aquí podríamos traducir como poder de permanencia en el recuerdo. La ligereza, la leve desmaña, el arrastre seductor de su Rosa (un papel de humilde madre soltera) resultaban memorables. Y luego estaba su voz.
Se supone que Ángela no habla bien, no articula o enuncia bien, según los parámetros de la dicción artística. No voy a entrar en la discusión, sobre todo en un país como el nuestro, que cuenta con tantos grandes actores atropellados, opacos de voz y hasta ininteligibles. Pero Ángela habla. Cuando llegó el cine sonoro, uno de los slogans más llamativos del cambio fue "Garbo talks!" ("¡La Garbo habla!"), y nadie que haya tenido la experiencia de escuchar en versión original a la grandísima actriz sueca lo olvida. Garbo es la anti-Molina del cinematógrafo. Su habla era seca y rauca; la de Ángela, cálida y torrencial; Garbo resulta estudiada y solemne hasta en la comedia, mientras que la Molina se acerca a los personajes como si no lo fueran, encontrándoselos de lleno en el rodaje. Los resultados del trabajo de ambas están, uno más legendariamente que otro, en las historias del cine, aunque a Ángela, aún con mucha leyenda por cortar, se la recordará siempre como la más garbosa de las dos.
Toda valoración de Ángela Molina que se detenga demasiado en su encanto físico, en el imán de su mirada, en sus brotes de luz ante el objetivo, sería, sin embargo, una injusticia poética. Parece puro instinto, ramalazo del árbol de la vida, viento en las velas, y luego resulta que hablas con ella y, como quien no quiere la cosa, lo entiende todo, lo sabe casi todo, y lo que no, lo adivina. De ahí que en una carrera de más de sesenta títulos haya tantos de riesgo o de autor, ese tipo de películas que ella busca, pues, lo ha dicho, prefiere "el cine de directores que cuentan cosas porque si no lo hacen revientan". Es la gran sorpresa que esta mujer depara cuando se la conoce. Detrás de la tormenta de su imponente facha está la calma de una inteligencia natural que lleva años formándose.
Ahora bien, una cosa es la fascinación de la Molina y otra lo Molina que tiene dentro. Se habla mucho en el cine y en el teatro de las sagas familiares. Los Redgrave, los Huston, ahora los Coppola, y en nuestro país, los Bardem, los Gutiérrez Caba, los Prendes, los Vico. Grandes estirpes, sin duda. Estos Molina son otra cosa. El padre, Antonio, jamás dijo a Shakespeare en un escenario, y sus canciones no le decían nada a gente como yo, hartos de la radio de la vecina y más volcados -por afinidad electiva o por esnobismo- a Bob Dylan o incluso a Adamo. Pero del popular Antonio Molina fue surgiendo, como propicia camada blanca, una serie de hijos, siete, de los cuales al menos cuatro -sin ser exhaustivo- han demostrado verdadero talento; Ángela, la primera; Paula, de manera breve, pero fulgurante, en el precioso personaje de la joven estudiante de violín de Opera prima; Miguel, o Miqui, lleno de autenticidad y encanto en sus dos películas con Gutiérrez Aragón (Maravillas y Malaventura), y últimamente, Mónica. En la segunda generación. Ahora empiezan ya a figurar los nietos del cantaor Antonio.
Me he parado, si se quiere por cierta tendenciosidad onomástica, a estudiar lo molina de los Molina, apreciable en una u otra medida en todos los integrantes del clan. Ángela, en una entrevista con Paula Ponga en Fotogramas, habló así, irónicamente, de sus comienzos: "Cuando yo todavía era saltimbanqui". Lo molina de los Molina es un maravilloso gen volatinero y bohemio (con lo que en la palabra cabe de gitanería), que se les nota cuando hablan o actúan, cuando cantan o simplemente se manifiestan cada uno en lo suyo. Agrupados resultan inconmensurables. Hace meses me encontré a Ángela en el teatro Albéniz de Madrid acompañada de dos de sus hermanos, su segundo marido, Pou, y sus cuatro hijos (el quinto, una niña que llamarían María, aún iba en su vientre). Ocupaban la mitad de una larga fila, vestían la gama entera de los colores, eran todos guapos y lucidos, y creo que entonces entendí bien la diferencia que hay entre familia, que es lo que la mayoría tenemos, y tribu. Qué envidia me dio.
Hay tantas películas en las que recordarla, tantas en las que todavía deseamos verla. En la argentina El viento se llevó lo qué, que ganó, para sorpresa general, una Concha de Oro de San Sebastián, Ángela daba al desbarajuste reinante un formidable gramo de locura: el único peso del filme. Pero también trabajó con Borau, Armiñán, Ricardo Franco y Agustí Villaronga, con Pontecorvo y Littin, con Alain Tanner y Marco Bellocchio, con Almodóvar, con Josefina Molina (tampoco pariente suya). Y con Buñuel, claro, en Ese oscuro objeto del deseo, último suspiro cinematográfico del maestro. Aquel encuentro tuvo una conexión de altísimo voltaje, y se oyen muchos relatos, la mayoría no publicados, tal vez no publicables, del rodaje. El director de Calanda quería, según sus propias palabras, contar la "historia de la posesión imposible de un cuerpo de mujer", y no le bastó una actriz para darle carne; el papel de la seductora Concha Pérez lo interpretaron al alimón Ángela Molina y Carole Bouquet.
Ángela, que tenía 22 años, se quedó deslumbrada por el anciano, próximo ya a los 80; le gustaban su manera de dirigir, sus manos, su buena planta de antiguo boxeador, su sabiduría socarrona, que para ella significaba la imagen del "conocimiento mismo".
Buñuel no contó, al contrario que la actriz (en una entrevista concedida a los Cuadernos de la Academia de Cinematografía), sus sentimientos hacia la jovencísima intérprete de Ese oscuro objeto del deseo, aunque algunos se dejan adivinar. Un día, haciendo juntos el camino desde el plató a los camerinos, anduvieron en silencio hasta que Ángela, que ya había llegado a la puerta del suyo, le miró para despedirse, pues el del director estaba más allá; antes de doblar la esquina, Buñuel le soltó abruptamente: "Molina, la quiero". Pocos años después, al coincidir en un homenaje al cineasta, Buñuel vio a su antigua protagonista embarazada, y le dedicó el requiebro más delicado que un machote como don Luis era capaz de hacer a una mujer en su estado: ese niño, le dijo, corría el peligro de nacer mucho más tarde de lo previsto "por lo a gusto que debía de estar ahí dentro".
Si tuviera que quedarme sólo con una ángela del cine elegiría tres, haciendo honor a su temperamento excesivo. En Las cosas del querer, tanto en la primera como en su secuela (las dos, estupendamente dirigidas por Jaime Chávarri), Ángela interpretaba a la cantante andaluza Pepita con una gracia más cercana al sentido religioso que saleroso del término. Y luego está la que quizá ha sido, hasta la fecha, su mayor creación dramática: la Rosa de La mitad del cielo, su segunda Rosa para Gutiérrez Aragón. En esa película magistral, Ángela es la hija de la Gran Madre Tierra, una Coré cántabra que huye a Madrid con su niñita ilegítima, de la que hará una princesa de cuento en medio de la cueva de ladrones del franquismo cambiante a la tecnocracia, todos golosos, sibilinos y atrabiliarios (en el personaje de Rosa se vio un trasunto aproximado de Mayte, la conocida restauradora y anfitriona de la derecha madrileña). Es una película que presenta la sórdida realidad española de los años sesenta bajo las especies del mito, y nadie mejor que Ángela Molina para sobrellevar esa paradoja: la actriz más arrebatadoramente terrenal dando sentido al lugar de los sueños.
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