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Análisis:A pie de obra | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

El místico que cayó hacia lo alto

Marcos Ordóñez

Uno. Comienza Tierno Bokar, el nuevo espectáculo de Peter Brook, y todo parece señalizar la instalación en el paraíso: la luminosidad blanca y naranja, el humor fresco y amable, el gusto por la narración pura, la música como una pequeña serpiente de agua moteada por el sol. Hay una explosión de inocencia arcádica cuando los muchachos de un poblado africano en la colonia francesa cruzan las vallas de la legación para averiguar si la mierda de los blancos es negra, y hunden sus manos felices en la basura para rastrear tesoros nunca vistos, latas de conserva, misteriosas hojas de afeitar, fragmentos de loza, vestigios de una civilización ignota. En un rincón del poblado, pero siempre en el centro, se alza como un tótem el sabio Tierno Bokar (Sotigui Kouyaté, el inolvidable Próspero de Brook), un místico de corazón limpio y mirada transparente. Bokar parece un Simón del Desierto, un feliz anacoreta rodeado de discípulos, cuya vida se reparte "entre la estera y la mezquita, entre los amigos y la meditación". Cada mañana, tras la plegaria, Bokar habla de Dios y sus atributos, y el Narrador (Habib Dembelé) le define con esta sola frase: "Bastaba estar a su lado para recuperar, al rato, la calma y el vigor perdidos". Bokar no es ningún cándido. Sabe y proclama que "Dios es la confusión de las inteligencias humanas", es decir, que está mucho más allá de cualquier reducción lógica, y que en el mundo siempre hay, como poco, tres verdades: "Mi verdad, tu verdad, la Verdad". Sobre ese conflicto entre verdades girará la función.

Cuando creemos estar instalados en un paraíso atemporal de luces claras y relatos dichosos, Brook empieza a ensombrecer los colores de su paleta. Con su inmensa maestría para el cambio de tono abre una ventana turbia en el lienzo, un relato dentro del relato, un largo flash-back para contarnos el calvario de Hamallah (Djeneba Koné), detonado por un cisma religioso que choca contra todas nuestras barreras racionales. A primera vista, el cisma de Hamallah parece un ridículo McGuffin, una insensata discusión teológica sobre si un canto sufí ha de repetirse once o doce veces, pero por cosas así, por un sí o por un no, han estallado las peores guerras desde que el mundo es mundo, como la función no tardará en mostrarnos: Hamallah podría ser un pitagórico refugiado en Tarento, custodio del poder esotérico de los números, o un cabalista toledano que postula una nueva interpretación talmúdica, o un hermano gnóstico del Zenón de Opus Nigrum.

Acaba el flash-back y empieza a correr la sangre entre clanes enfrentados. Bokar no quiere pronunciarse sobre el cisma hasta que no hable con Hamallah, hasta que no le conozca: su viaje y posterior caída hacia lo alto sustentan la insólita segunda parte del espectáculo.

Dos. Hay algo casi conradiano en la peripecia de Tierno Bokar: el sabio apolíneo que parece flotar entre el cielo y la tierra, que aconseja a sus discípulos mantenerse alejados de irresolubles conflictos terrenales, va a sentir una poderosísima atracción ante Hamallah, ese hombre dispuesto a perderlo todo por una idea aparentemente ridícula. A los 62 años, Bokar decide abandonar su estera y sus meditaciones para encontrarse con un espejo súbito, una sombra blanca: cuando Hamallah le abre las puertas de su casa, Bokar comprueba que visten igual, caminan igual, sienten igual. Hay una escena maravillosa, que dura apenas un minuto pero cubre toda una noche, la noche de la revelación: Bokar y Hamallah caminan en círculos en la oscuridad, cada uno con su pequeña linterna, hablando, en susurros, de algo que jamás conoceremos. El Narrador retoma luego el relato para contarnos el final de la historia. El gobernador francés (Bruce Myers), un Pilatos a las órdenes de Petain, exige a Hamallah que "deponga su actitud": es un hereje que escandaliza a los ortodoxos y provoca desórdenes públicos. Condenado a la "deportación perpetua" para doblegar su ánimo, morirá en un hospital de Montluçon. Bokar seguirá sus pasos. Como en el poema de Kavafis, le llega el día de pronunciar su Gran No, del que nunca se arrepentirá, aunque ese Gran No le pierda para siempre. Bokar pierde el afecto y el respeto de su clan por abrazar la causa de una verdad en la que tal vez ni siquiera cree: le basta haber percibido el aura de convicción y la voluntad de despojamiento de un creyente más fuerte para abocarse a un reto ante el que medirse, una lucha en la que vencerse.

Peter Brook ha levantado su nuevo espectáculo a partir de los textos de Amadou Hampaté, compilador de las enseñanzas de Tierno Bokar en su libro Le sage de Bandiagara, adaptado dramáticamente por Marie-Hélène Estienne. Un Brook más cerca que nunca de su maestro Gurdjieff, que ya asomó la nariz en Je suis un phénomène, y, curiosamente, muy próximo a la estructura mítica del Mahabharata: la luz y el aire del paraíso, el cielo enrarecido del conflicto entre clanes, la noche de la caída; tres actos y tres ritmos pautados por la extraordinaria música de cítaras y tambores de Toshi Tsuchitori y Antonin Stahly, y, como no, por un reparto que parece estar contándonos su propia historia.

Tierno Bokar es una fábula mucho más compleja y oscura de lo que aparenta, y un manifiesto absolutamente a contracorriente de nuestro momento. Hay que ser muy valiente para hablarnos desde una espiritualidad tan densa y omnipresente; una espiritualidad casi militante y, por si fuera poco, islámica, que tan difícil lo tiene para atravesar nuestros oídos taponados por fundamentalismos, burkas y ablaciones. Quizá por todo eso, tras los respetuosos aplausos (Brook es mucho Brook) de la noche del estreno en el Mercat parecía flotar entre el público una cierta incomodidad, una colectiva mueca entre cínica y fatigada, como si les hubieran estado contando la versión africana del cuento de Fray Escoba. A Greene, el Graham Greene de El fin del romance, le habría fascinado Tierno Bokar.

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