Saber decir buenos días
Entonces entras tú, y saludas -le dije.
-¿Cómo que salude? ¿Así, por las buenas?
-Claro. Di "Buenos días", y pasamos al plano siguiente.
La actriz neoyorquina, que, además de acudir al psiquiatra desde los cinco años había seguido cursos en el famoso Actor's Studio, vaciló antes de formular la pregunta que le venía a la mente. Los actores matriculados en aquel centro suelen dudar siempre, y hacer momos antes de soltar prenda. Recuerden, si no, a Marlon Brando, y sus miradas de costadillo cuando le increpaban por esquirol en los muelles de Nueva York en La ley del silencio. Con frecuencia también se pasan la mano por la nariz o por una oreja, en vez de abrir la boca cuando les toca.
"El público pide gente de carne y hueso, fresca, directa, graciosa o repugnante, pero auténtica. Intérpretes que no lo parezcan"
-Pero... tengo que comprender la situación. Me has dicho que soy hija de separados, que mi madre es católica y que mi padre es un abogado wasp...
Era cierto. Acosado por sus inquisiciones, pocos días antes había decidido inventarle una biografía del personaje en cuestión, a ver si me dejaba en paz. Pero fue como echar leña al fuego, porque ahora ella tenía que contrastar cualquier orden con aquellos datos y, si no veía ilación, cargarse el obstáculo. O sea, la orden.
-Da igual. Tú entras, das los buenos días, y ya está.
Ella movió la cabeza con infinita pesadumbre.
-No estoy acostumbrada a trabajar así.
"Bueno, pues lo siento, pero vas a hacer lo que yo te diga", estuve a punto de espetarle. En lugar de hacerlo, con la cobardía que da la experiencia, traté por enésima vez de parecer lógico.
"Buenos días" se dice igual siempre, querida. Todos lo decimos igual, tengan en casa la religión que tengan y hayan trabajado donde hayan trabajado. No hay que poner un sentido especial. Entras, dices "Buenos días" y cortamos. Aunque se hubiera muerto tu padre dos días antes, lo dirías de la misma forma.
-Ah, pero ¿se ha muerto mi padre?, preguntó, con súbita viveza, agarrándose al clavo que acababa de brindarle.
Di media vuelta para no salir en público de mis casillas, pero aún pude ver de refilón, como hubiera hecho su admirado Brando, que volvía a mover la cabeza con desánimo.
Viene tal anécdota a cuento del profundo escepticismo con que uno recibe, frente a la pantalla o junto a la cámara, las interpretaciones alambicadas, concienzudas, magistrales en teoría, de algunos actores cuyo prestigio roza la divinidad. Intérpretes como Dustin Hoffman o James Dean o Meryl Streep, que parecen saberlo todo y se pasan hora y media ante nosotros haciendo toda clase de monerías y luciendo habilidades sin fin.
Recuerdo una película de esta última actriz, La decisión de Sophie, en la que incorporaba a una pobre judía polaca trasvasada a Estados Unidos, donde le ocurrían una porrada de venturas y desventuras tras haber sobrevivido al mismísimo holocausto en Europa.
La ilustre Meryl lloraba, reía, odiaba, se defendía de violadores, encontraba al hombre de su vida, lo perdía y lo volvía a encontrar, pero además -al menos en la versión original, que es la que uno vio- lo hacía hablando al principio en yidish y en polaco, luego en un inglés elemental con ambos acentos, para terminar, asentada ya en Estados Unidos, con un aceptable inglés a la manera de Brooklyn o no sé bien de dónde, porque mi oído nunca fue como el del profesor Higgins, precisamente.
Por supuesto, ganó el Premio Oscar. Los votantes de la Academia de Hollywood debieron hacerse lenguas -nunca con mayor propiedad- de la maestría desplegada, pero el espectador corriente y moliente salía de semejante recital como si acabaran de vapulearlo.
Suele afirmarse que la mejor música de fondo o la mejor fotografía de una película son las que no se notan. Pues lo mismo o más cabría decir de la interpretación. A1 cine vamos a disfrutar con los personajes, a divertirnos, a sufrir con ellos, a creérnoslos, en definitiva, nunca a admirarlos momento a momento por lo bien jugados que puedan estar.
La cámara es un artilugio cabrón, y si detecta las arrugas y se adentra en el laberinto de una mirada, acusa de igual manera el análisis, el esfuerzo, incluso el dominio del intérprete, al que un exceso de información abrumará sin remedio, aunque él no lo sepa o ni siquiera lo acepte cuando se lo advirtamos.
Los actores, en vez de beber hasta la saciedad en los personajes comportándose según imaginan que habrían hecho ellos -incluso decir "Buenos días"- , deberían empezar por estudiarse a sí mismos, conocer su cara y su culo, la manera que tienen de mirar y la de sentarse o de subir una escalera, aprendiendo lo que pueden hacer con los atributos que les fueron dados. No es que comulguemos con Spencer Tracy cuando afirmó que actuar consiste en saberse el diálogo y no tropezar con los muebles, pero por ahí van los tiros.
Deja de correr tras un ideal que no sea el de conocerte a ti mismo. No compongas -horrible concepto, origen de tantos horrores- tu personaje. Vete del bracete con él, en todo caso. E1 tiempo suele cebarse con los actores de composición. Ahí tienes a Paul Muni, a George Arliss, que un día lo fueron todo y hoy no son ni su nombre. Del binomio Jannings-Dietrich de E1 ángel azul ha quedado ella, una actriz segundona a la sazón, no él. Entre Olivier -perenne compositor camuflado- y Marilyn pudo más la corista, pese a los esfuerzos de Paula Strasberg por arruinar aquella imagen de animalito mamón.
El público pide gente de carne y hueso, fresca, directa, graciosa o repugnante, pero auténtica. Intérpretes que no lo parezcan, que no tengan rostros ni maneras profesionales. Chicas que un día descubren, pasmadas, su nombre escrito en la tapia de la casa paterna, o se van de milicianas o tienen la mala suerte de echar el cebo envenenado al hombre que les gusta de verdad.
Actrices del corte de Icíar Bollaín, en una palabra. A la que tú le pides que dé los buenos días, y ella los da como si tal cosa.
De niña actriz a sólida directora
Icíar Bollaín fue descubierta para el cine por el director Víctor Erice quien, tras hacer un casting en su colegio, la seleccionó con tan sólo 15 años para el papel protagonista de El Sur (1983). Tras su debut, Bollaín trabajó con Felipe Vega en Mientras hay luz (1987) y Un paraguas para tres (1992), dos películas entre las que intercala su aparición en Malaventura (1988), de Manuel Gutiérrez Aragón. Sublet (1991) le pone por primera vez a las órdenes de una directora, Chus Gutiérrez, antes de que su revuelta cabeza pelirroja apareciera en Tocando fondo (1993), una comedia de José Luis Cuerda. Desde la Iguana, la productora que fundó junto a Gonzalo Tapia y Santiago García, dirige tanto documentales como películas. Miembro de la Academia Española de Cinematografía, Bollaín actúa en Tierra y libertad (1995) para el director Ken Loach, de quien aprovecha al año siguiente para escribir un libro, Ken Loach, un observador solidario, en el que analiza su obra. El gran éxito de Bollaín como actriz llega, sin embargo, con Leo (2000), de José Luis Borau, por la que es candidata al Premio Goya a la mejor actriz. Pero antes de dicha película, ya había comenzado su carrera como directora con Hola, ¿estás sola? (1995), que narra el viaje a la independencia de dos amigas, encarnadas por Candela Peña y Silke. Sus preocupaciones sociales aparecieron ya en Flores de otro mundo (1999), un fresco de la inmigración en España que filmó antes de su gran éxito: Te doy mis ojos (2003), su película sobre los malos tratos, con Laia Marull y Luis Tosar de protagonistas.
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