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PERFILES DE CINE | Monty Clift | GRANDES ESTRELLAS

La huida constante

Cuando la noche cae sobre Nueva York / el sol se pone en Alabama. / Los ángeles negros miran el cielo hacia el oeste. / Hay un nuevo día en el horizonte". Hubo un tiempo en que a Monty Clift le gustaba esta canción.

También el box y las historias de gángsteres. Tenía especial inclinación por la mímica y, de vez en cuando, para asustar a sus amantes, ponía los ojos en blanco y fingía morir. Tenía un apartamento en Nueva York con siete habitaciones vacías, una vieja criada, un mayordomo de color, un piano y un tocadiscos que repetía, durante horas, la misma canción: "La noche no arregla nada, Mary Loo, da lo mismo que pasen las horas". También tenía una inquietante biblioteca sobre toda clase de enfermedades y una farmacia portátil que llevaba consigo a todas partes. Era un apartamento al que siempre acababa por volver y entre cuyas desnudas y blancas paredes (en una de ellas colgaba el único ornamento de la casa: la radiografía de un cráneo) lo encontrarían, muerto, en agosto de 1966. Pero antes hubo un tiempo en que a Monty aún le gustaban algunas cosas. Por ejemplo, el jazz, y pensar que al final de sus periódicas y repentinas huidas de Hollywood encontraría la paz o, al menos, un cierto alivio a tanta angustia y desasosiego.

Monty aseguraba que ya sólo le gustaba el cielo. "El cielo, todos los cielos y de todos los colores. Paso horas escudriñando el cielo"

La primera huida de Hollywood se produjo en 1953, tras el rodaje de De aquí a la eternidad, de Fred Zinnemann. Y no volvería a la tiránica fábrica de películas californiana hasta transcurridos tres años. Fueron tres años de silencio por parte de Monty y de perplejidad por parte de sus pocos amigos y de quienes dirigían el dorado y putrefacto tinglado del mundo del cine. Nadie comprendía que un actor en alza se permitiera dar una patada en el culo a la fama y al dinero, poniendo en peligro de olvido los éxitos ya logrados en filmes como Río rojo, de Howard Hawks, 1948; La heredera, de Willy Wyler, 1949; Un lugar en el sol, de Georges Stevens, 1951; Stazione Termini, 1952...

Junto a Marlon Brando y James Dean, formó la gran tríada de rebeldes de un Hollywood cuyas leyes y oropel no respetaron nunca. Representantes estelares del Actor's Studio, donde forjaron su talento a las órdenes del muy discutido Strassberg, dieron rostro al inconformismo masculino de una época, y no sólo revolucionaron el arte interpretativo frente a la pantalla (gestualidad estudiada, largos silencios, eternos primeros planos de expresiones que traducían la interioridad del personaje...), sino que encarnaron la personalidad del antihéroe, una nueva figura masculina que enterraría para siempre la del galán tradicional al dar vida a personajes masculinos con problemáticas psicológicas o sociales que constituían una novedad. Intérpretes de personajes incómodos en la pantalla y personajes controvertidos en la vida real, llevaron su vocación de malditos hasta las últimas consecuencias. James Dean se estrelló en un Porsche en plena juventud; Marlon Brando llegó a los 80 años de vida, pero de una vida destrozada desde hacía por lo menos cincuenta, durante la que se permitió perder una gran fortuna, aislarse del mundo, dar un corte de mangas al sistema establecido y arruinar uno de los físicos más poderosos de la historia del cine. Por su parte, Monty Clift logró convertirse en el neurótico profundo por excelencia del cine mundial; una carrera -la de neurótico profundo- en la que brilló con luz propia, con espectaculares ataques de hipocondria. El amor les dio poca cosa, y ellos le correspondieron con la misma moneda, relegándolo a un plano muy por debajo de algunas, pocas, fieles amistades y, sobre todo, del alcohol. Los tres se llevaron excelentemente bien con el arte y rematadamente mal con la vida. Según algunas de sus biografías, de aquellos tres años que siguieron a su primera huida de Hollywood, se sabe que Monty Clift paseaba de noche, sin reloj, con el viento dándole fuerte en el rostro sin afeitar, los ojos muy abiertos y la mirada extraviada y rota, como la de esos hombres que parecen procedentes de muy lejos y saben cómo llegar hasta la muerte. Paseaba sumido en un ensimismamiento sospechoso de enajenación del que solía emerger cuando el viento le arremolinaba la gabardina entre las piernas y le impedía avanzar. Entonces, los ladridos de su perro, que le seguía a todas partes, le devolvían a la realidad, y los ojos caninos, llenos de acuosa alerta, le devolvían la propia imagen: la de un hombre con mirada de orate, que llevaba rato inmóvil, con el cuerpo rígido y paralizado por el frío, en la oscuridad de los muelles envueltos por la bruma y la soledad de la noche, llena de una humedad tan fría y pegajosa como la que le llenaba el alma. Pero, en aquel tiempo, aún le gustaban los barcos. Y también los osos. Ya en 1948, durante el rodaje de Los ángeles perdidos, filmada en Alemania y en Suiza, se entregaba a lo que con el tiempo serían "las neuróticas escapadas de los rodajes" de Monty Clift. Por aquel entonces eran breves y secretas huidas a Berna, en cuyo zoológico, Monty se pasaba horas contemplando la tierna corpulencia de los plantígrados. Había un banco, un lago con nenúfares y una estatua muy blanca, que con el tiempo le gustaría recordar. Sus ojos eran ya como de cristal hecho pedazos, y en ellos se veía el árbol del ahorcado. Y la luminosa crispación del cielo cuando dispara los últimos estallidos de luz desde las azoteas de las casas de las ciudades, antes de que el sol se ponga una vez más y todo sea invadido por la descolorida palidez que anuncia el final de la tarde y las implacables sombras del anochecer. Pero, entonces, aún le gustaba la noche. Después ya no. En 1966, el año de su muerte, en la última entrevista que concedió durante el rodaje de The Defector, Monty aseguraba que ya sólo le gustaba el cielo. "El cielo, todos los cielos y de todos los colores. Paso horas escudriñando el cielo. Me quedo en mi barca y me dejo arrastrar por la corriente. Los remos y el timón los arrojé por la borda hace tiempo. ¿Dónde y cómo terminaré? Es algo que me tiene completamente sin cuidado".

En realidad, nunca utilizó remos ni timón; navegaba sin ellos porque sabía muy bien hacia dónde se dirigía. "Vivo para morir. Es una frase melodramática, lo sé. Quisiera que ocurriera cuanto antes y sin complicaciones. Entre muchas otras cosas, soy incoherente. El pensamiento de la muerte me encuentra mal preparado y lleno de terror". Rodaba su última película, tras cuatro años alejado del cine. Ofrecía a la cámara su rostro completamente destrozado a raíz de un accidente que sufrió, en estado etílico profundo, después de una fiesta en casa de su gran amiga Liz Taylor. Tras su muerte, tanto el director de The Defector como los demás actores del filme, rememoraban los últimos meses de la vida de Montgomery Clift diciendo que había abandonado la bebida y no probaba ni una gota de alcohol, que se esforzaba en seguir un régimen alimenticio apropiado y para controlar sus famosos nervios. Pero fue tarde. Monty y la muerte siempre habían andado buscándose.

A la izquierda, el actor en una escena de la película <i>Freud, pasión secreta,</i> dirigida por John Huston. A la derecha, junto a Lee Remick, en <i>Río salvaje,</i> de Elia Kazan.
A la izquierda, el actor en una escena de la película Freud, pasión secreta, dirigida por John Huston. A la derecha, junto a Lee Remick, en Río salvaje, de Elia Kazan.
Montgomery Clift.
Montgomery Clift.

El neurótico de Hollywood

Tras más de diez años trabajando sobre los escenarios de Broadway, donde comenzó su carrera con Fly away home (1934), Montgomery Clift debutó en el cine junto a John Wayne y bajo las órdenes de Howard Hawks en Río Rojo (1948). Con Los ángeles perdidos (1948), de Fred Zinneman, Clift obtuvo su primer gran éxito y su primera candidatura al Oscar, a las que seguirían las conseguidas por sus interpretaciones en Un lugar en el sol (1951), De aquí a la eternidad (1953), también con Zinneman, y Vencedores o vencidos. Juicio de Núremberg (1961), de Stanley Kramer. Nunca consiguió la preciada estatuilla. Su carrera como actor estuvo marcada por su mala salud y por un accidente de coche que desfiguró su rostro justo a mediados del rodaje de El árbol de la vida (1957). Aficionado al alcohol, el incidente tuvo lugar a la salida de una fiesta que daba en su casa su compañera de reparto, Elizabeth Taylor. Ya en la década de los sesenta participó en una serie de magníficas películas entre las que destacan Río salvaje (1960), de Elia Kazan, y Vidas rebeldes (1961), de John Huston, quien también le dirigiría en Freud, pasión secreta (1961). Clift falleció con 45 años, en 1966, cuando se preparaba para participar en Reflejos en un ojo dorado, de Raoul Levy. Su cuerpo, tendido sobre la cama de la habitación de su hotel, fue encontrado por su compañero Lorenzo James.

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