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Crítica:CULTURA Y ESPECTÁCULOS
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La intriga incesante

EL PAÍS publica el lunes y el martes, a 1 euro cada uno, los dos volúmenes de 'La dama de blanco', de Wilkie Collins.

Juan Cruz

Esta novela de Wilkie Collins es desde el principio al final una intriga incesante, en la que hay un personaje central que vive diluido, y además, porque quiere diluirse la mayor parte de la trama.

Este personaje es el tío y tutor de la mujer que sufre la historia de ambición que está en la superficie y en el fondo de esta gran novela sobre las relaciones de los hombres y las mujeres en las clases aristocráticas de la Inglaterra del siglo XIX.

Alrededor de este tutor déspota y estúpido crece una trama que tiene su origen en una historia de amor. Un pintor pobre, capaz de enseñar a pintar y a dibujar a señoritas que se lo pueden pagar, solicita ser el profesor de dos jóvenes acomodadas, una de las cuales le corresponde en secreto al amor que termina profesándole el joven artista.

En 'La dama de blanco' destaca el monólogo interior de Farlie, el tutor, que vale por más que una novela
La novela de Wilkie Collins pertenece, según decía incansablemente Borges, a la estirpe de los libros inolvidables

La heredera tiene una hermanastra que le cuida como si fuera su madre, y cuando percibe que este amor, no sólo furtivo sino también incógnito, resulta altamente peligroso para el porvenir de la chica, decide poner en marcha una estrategia. El joven profesor es empujado a viajar a América y queda el camino expedito para que la joven protegida se ponga en las manos sentimentales de un noble que además es bruto, aunque disimule sus malas maneras en el periodo, bien breve para los usos de entonces, de su cortejo.

La joven y su hermanastra perciben en algún momento de la trama que ésta que se avecina es una relación peligrosísima, pues el noble que va a desposar a la rica heredera tiene intenciones que no se corresponden ni con la nobleza de su alcurnia ni con la pretendida nobleza de sus intenciones.

A esa conclusión sobre el futuro oscurísimo que se abre no llegan por ciencia infusa. Una mujer sospecha -la dama de blanco-, que va a ser fundamental en la historia, cómo aquel tío guarda un secreto muy peligroso y lo hace llegar por varias vías a la futura desposada y a la hermanastra, y se convierte así en un instrumento de acusación sobre las intenciones del noble, que la persigue allí donde está, incluyendo el sanatorio psiquiátrico donde, según todos los indicios, fue recluida porque sabe demasiado.

A este elenco, que se desarrolla en lugares extraordinarios de la Inglaterra gandula -en estas novelas, y en ésta en concreto, da la impresión de que nadie hace otra cosa que intrigar: así era-, se suma una especie de polichinela italiano que ayuda en secreto al noble que ha desposado por interés, aunque simula ser confidente de las hermanas. Es un agente doble.

Mientras se desarrolla la compleja trama, en medio de una tensión que no está exenta de humor y de galantería, con un estilo moroso y exuberante de detalles y de caracterizaciones, permanece en un silencio lejano aquel tutor -Fairlie- que habíamos dejado atrás, como si se hubiera sentido aliviado de sus responsabilidades después de haber puesto en manos de aquel noble la mujer que le habían confiado.

Y cuando vuelve a intervenir, en una especie de monólogo interior que debe figurar en la categoría de los grandes monólogos de la literatura de todos los tiempos, el señor Fairlie le da a la novela el tono que ésta tiene, de invención literaria y también de invención de materiales narrativos que la novela posterior ha ido reinventando sobre esa base.

En ese monólogo, Fairlie se sitúa como el narrador propiamente dicho, con la distancia que le permite expresar que lo que ocurre no va exactamente con él, que él es un espectador al que la realidad lo importuna trayéndole sucesos que requieren su intervención; y él estima que todos los que le traen noticias en realidad quieren cambiar el curso tranquilo de su propio egocentrismo.

Ese mismo monólogo se añade al otro gran hallazgo de Wilkie Collins, a quien se considera el inventor del punto de vista como material narrativo. Publica la novela en 1860, cuando tiene 34 años, ocho años antes de publicar la otra gran creación literaria suya, La piedra lunar, y ya a esa edad tan temprana no se muestra sólo como un experto constructor de novelas modernas para la época, sino que demuestra una sabiduría corrosiva para contar la complejidad de las relaciones sociales inglesas, aquellos upstairs and downstairs que siguen dominando las casas de blasón y también las que no son tan de blasón en el Reino Unido.

Según la edición española que hemos manejado (Montesinos, mayo de 2002), Borges "no se cansó de repetir a todo el que quiso oírle que La dama de blanco y La piedra lunar, las dos grandes novelas de Wilkie Collins, pertenecen a la estirpe de los libros inolvidables".

El viejo lector ciego tenía razón. Mientras ustedes mismos lean La dama de blanco aguarden los mil hilos de la intriga, que se van despejando, pero deténganse sobre todo en aquel extraordinario monólogo de Fairlie, que vale por más que una novela.

Por cierto, sabrán ustedes al tiempo que el autor qué secreto guarda La dama de blanco, porque ustedes serán también narradores del libro.

MANUEL ESTRADA

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