Corcho
No es que el fuego liquide la naturaleza, si por naturaleza entendemos lo no producido por los seres humanos, es que arrasa una cultura, es decir, un modo de ganarse la vida. En un noticiario de Tele 5 vi el viernes un almacén de corcho en bruto, cortezas de alcornoque amontonadas como tejas en un depósito de Berrocal que prodigiosamente no ardió. Se han quemado 26.000 hectáreas entre Huelva y Sevilla, desde Minas de Riotinto, hacia el este y el sureste, atravesando el río (las chispas, las pavesas vivas, las transportaba el viento), hasta Aznalcóllar y Gerena, en Sevilla, y hasta Escacena del Campo, al sur, en Huelva, salvando distancias de más de 40 kilómetros.
Así se quema una cultura. Habrá que esperar muchos años para volver a ver alcornoques y montones de corcho. Los árboles suelen pedir a quienes los plantan y cuidan la generosidad de trabajar sin ver el fruto del trabajo: lo que se planta queda en manos del tiempo y de los que vendrán más tarde. Manuel Planelles recogía el jueves en este periódico la nostalgia anticipada de un hombre de 59 años a la vista del bosque en llamas: "Yo ya no lo volveré a ver". Este hombre unía a la desesperanza del instante la fe en el renacimiento del bosque, que otros disfrutarán en el futuro.
El descuido o la mala intención de uno solo o de unos pocos, la voluntad o la negligencia de un individuo aislado son capaces de imponerse absolutamente a la historia y el trabajo en común. Sesenta horas de fuego fulminan árboles de sesenta años. Esto es lo más incomprensible del mal: la acción u omisión de uno solo puede valer más que el tiempo y el afán de muchos. Los dos grandes pecados, la impaciencia y la negligencia, intervienen incluso en la creación de un bosque: preferimos plantar árboles rápidos, eucaliptos y pinos que, abandonados al probable fuego de mañana, crecerán para quemarse a toda velocidad. Arden como teas, dicen los lugareños, y sus llamas son difíciles de extinguir (hablar de extinción le da al fuego cierta aureola animal, dinosáurica: como si fuera un irresistible dragón de mil lenguas).
Vi en la televisión el almacén de cortezas de alcornoque, las altas pilas de corcho: una cosa así no volverá a darse en Berrocal en mucho tiempo. El corcho era muy común cuando yo era niño. Lo encontrabas en tapones de botellas (y en el interior de las chapas de refrescos y cervezas), cajas de inyecciones, flotadores infantiles, dianas para los dardos, proyectiles para las pistolas de juguete. Lo ha ido sustituyendo el plástico, y precisamente una quema de plásticos en Minas de Riotinto, a diez kilómetros al norte de Berrocal, provocó el incendio de Huelva. Dicen que la época se deshumaniza, pero nunca se han visto tiempos más humanizados. Productos humanos han ido sustituyendo al corcho, y al clima. Pasé veinte horas en San Roque, veinte horas en una temperatura puramente humana, del aire acondicionado del coche al aire acondicionado del hotel, del hotel a la sala de conferencias y al coche. Nunca la vida ha sido tan humana. Incluso el terrible calor exterior de ahora mismo es un producto esencialmente humano.
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