El virtuosismo de Maxim Vengerov salva la apertura de Peralada
Ni la presencia de Maxim Vengerov, uno de los mejores violinistas del panorama internacional, pudo llegar a entusiasmar al público que asistió el viernes por la noche a la inauguración del 18º Festival de Peralada (Girona). La sombra del director americano Lorin Maazel, que canceló repentinamente su intervención por motivos de salud, planeó por el recinto gerundense como las finas gotas de lluvia que amenazaron sigilosamente la sesión inaugural. Maazel, futuro titular de la Filarmónica Arturo Toscanini, fue sustituido al mando de la formación por su joven discípulo tailandés Bundit Ungrangsee, que firmó una competente versión de la archifamosa Novena sinfonía de Dvorák. Su lectura, correctamente optimista, intentó realzar sin amaneramientos los aspectos positivos e ingenuos de la partitura, destacando también su sugerente estructura motívica. Ungrangsee condujo bien la fanfarria inicial y aguantó el despliegue final del cuarto movimiento con cordura, aunque su obsesión por la uniformidad de un tempo que subdividió sin cesar le hizo naufragar en los mares de la monotonía melódica.
La primera parte se cerró con la rossiniana sinfonía del Guillermo Tell, una obertura francesa de la que sólo pudimos oír su conocidísima segunda parte rápida, léase el corte que aparece en los greatest hits de la música clásica. Sea como fuere, la Filarmónica Arturo Toscanini sigue su progresión ascendente: la sección de viento bordó sus intervenciones, si bien la cuerda todavía debe ganar en peso, moderando también su juvenil entusiasmo.
La estrella invitada irrumpió en la segunda parte con el Concierto para violín y orquesta de Beethoven. Vengerov firmó una lectura extraordinaria de la pieza, solamente empañada por una masa orquestal cansina, absolutamente falta de sentido teatral y escasamente amable con las necesidades, intenciones y respiración del protagonista. Pero poco importó el soporte ante un solista de sonido incisivo, inmaculada afinación, belleza tímbrica envolvente y una técnica encantada de haberse conocido. Su lectura del tantas veces azucarado Larghetto fue literalmente espléndida.
La insistencia del respetable provocó una inevitable propina. Ante el estupor general, micrófono en mano, Vengerev disparó un peculiar concierto para violín y voz. Nos contó, con macarrónico inglés, el cuento del toro Ferdinando, narración de un filme de Disney (1938) dedicado a un filantrópico animal al que le gustan las florecillas, resistiéndose a ser el toro modelo Osborne de sobras conocido. El violinista rellenó la historia de piruetas virtuosas con su instrumento, gesticulando y danzando con bastante gracia y haciendo gala de un humor muy poco ruso.
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