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Columna
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Isla Negra

Todas las casas acaban convirtiéndose con el tiempo en un almacén de recuerdos, pero ninguna tanto como la que habitó Neruda, en Isla Negra, frente al Pacífico.

Probablemente el poeta creía que una de las grandes conquistas del espíritu consistía en condensar en un solo espacio toda la materia recolectada a lo largo de la vida. Quizá tuviera razón. Sin embargo, no deja de haber un punto de misteriosa insatisfacción en ese afán por rodearse de objetos adquiridos en mercadillos de todo el mundo que contrasta extrañamente con la limpieza esencial que tienen algunos versos de Residencia en la Tierra. Nada hay más lujoso que el vacío, porque el universo entero puede caber en él. Entre todos los mascarones de proa, dientes de cachalote, ídolos mexicanos, pisapapeles y demás cacharrería que adornaba su refugio de coleccionista insaciable, Neruda tenía que saber que no existía allí nada de más valor que la geometría pura de una ventana abierta al mar. Desde ella veía emerger cada mañana las rocas negras entre la espuma. Cuentan sus amigos que un día observó cómo el temporal arrastraba hacia la orilla un gran tablero perdido por algún barco y le dijo a su mujer: "Matilde, el océano le trae la mesa de escribir al poeta. Ve y recógela". Ser la musa de un poeta también tiene sus servilismos. Aunque a primera vista resulte más épico rescatar del mar una mesa de náufrago que pelearse en el mercado por kilo y medio de salmonetes.

Lo curioso es que este hombre tan pagado de sí mismo era también el poeta que podía cantar como nadie a la matriz nutricia de la tierra o a una castaña caída en el suelo, a las panaderías y a los obreros del salitre. El mismo muchacho tímido que un día, en el barrio de Mala Strana, en Praga, le robó su nombre al poeta local, Jan Neruda, y le dejó a cambio una flor al pie de su estatua.

Quizá en el genio habita siempre la disparidad. Así como Mozart, aparte de un músico excelso, fue un cortesano caprichoso y adulador, del mismo modo Neruda en su santuario kitsch de Isla Negra escribió versos irrepetibles que salieron del silencio como la aleta pura de un pez oceánico: "Para que tú me oigas / mis palabras se adelgazan a veces / como las huellas de las gaviotas en las playas...".

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