Síntesis
A TRAVÉS de la conversación durante una jornada completa entre dos mujeres, a las que les separa más de medio siglo, el escritor John Updike ha trazado quizá la mejor síntesis que puede leerse sobre la historia del arte estadounidense en su reciente etapa imperial, que significativamente se inició con el expresionismo abstracto, justo tras la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial, y continuó vigente hasta aproximadamente la pasada década de los ochenta, cuando, con la llamada crisis de la vanguardia, ya no hay otro faro de hegemonía artística local que la que marca el mercado global. De todas formas, lo verdaderamente notable de esta síntesis dialogada sobre el arte americano, pergeñada por Updike, es que está redactada en forma de novela, un procedimiento recurrente desde comienzos de nuestra época, pero que se ha incrementado con el paso de los años hasta convertirse, con la actual proyección masiva del arte, en algo, por su multiplicación, casi agobiante, y sólo en muy contadas ocasiones dando frutos de verdadera calidad literaria.
No es este afortunadamente el caso de la novela mencionada de Updike, titulada en castellano Busca mi rostro (Tusquets), no sólo porque su autor es un excelente escritor, sino porque, como viene demostrando desde hace mucho con sus ensayos y colaboraciones en revistas sobre esta materia, un apasionado amante del arte, y no, como suele ser hoy habitual, simplemente alguien que vive a su costa. A través de la protagonista de esta realista historia de ficción, la casi octogenaria pintora Hope McCoy, cuya personalidad se configura sobre el patrón de la que fuera mujer de Jackson Pollock, Lee Krasner, y como resultado de la entrevista que le hace una joven periodista neoyorquina, llamada Kathryn D'Angelo, asistimos a la reconstrucción completa y en directo -"en vivo", habría que decir mejor- de la historia del arte estadounidense de la segunda mitad del XX, pero sin el lastre de la pequeña letra de la erudición, y, aún menos, de la farragosa ideología de propaganda teórica que la acompaña.
No es para menos, porque la entrevistada pintora longeva de la novela, no sólo estuvo casada con el trasunto romancesco de Pollock, sino, tras la muerte de éste, con el artista pop Guy Holloway, que hay que tomar como inspirado en Andy Warhol, aunque, en este caso, con retales de otras vidas de miembros de su misma generación. A través de las correspondientes evocaciones de estas dos míticas figuras de la vanguardia americana, sucesivamente representantes de la extrema subjetividad y de la extrema objetividad, el personal testimonio de la artista, cónyuge de artistas, parece apuntar a que éstos encarnaron las postrimerías del arte en sí, porque las terceras y últimas nupcias de esta pintora fueron con un coleccionista, como si, en la actualidad, ya no hubiera otra opción al respecto que el lustre que proporcionan el mercado y los medios de difusión de masas, los administradores de una cada vez más vacía fama, en la que caben todo y todos, menos el misterio y sus antaño irreductibles hechiceros: el arte y los artistas.
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