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Columna
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Tartufo

Rafael Argullol

A raíz de las desgraciadas elecciones europeas se ha puesto de relieve, una vez más, que la incapacidad de los políticos para ahondar en sus concepciones es proporcionalmente directa a su capacidad para ocupar todas las superficies de la escena pública. Era muy difícil que los ciudadanos sintieran alguna pasión por una Europa a la que sus hipotéticos representantes mostraban como desprovista de atributos y a la que se acababa identificando con un europarlamento carísimo, vaporoso y lejano, no tanto, por supuesto, por su distancia física como por su opacidad. Aunque los organismos europeos de Bruselas y Estrasburgo estén tan cerca, la impresión que causan es la de un teatro de sombras, a veces ópera bufa, en medio de la estepa de Siberia.

Apenas es posible encontrar un parlamentario que demuestre un cierto rigor en su oratoria o, cuando menos, en su dominio del idioma

Esto hubiera podido ser objeto de comentario, y de autocrítica, en la pasada campaña y al menos se habría transmitido la idea de que los partidos entendían las suspicacias de los votantes. Pero no sólo no se hizo sino que, al contrario, se organizó la habitual propaganda que silenciaba la apatía del ciudadano mediante el recurso a todo tipo de parafernalia icónica. Ante la ausencia de auténtica confrontación en la visión de la Europa futura, apareció de nuevo el fantasma de una casta política más atenta a su perpetuación que a la representación franca de un ciudadano reducido a cliente del negocio o a mero espectador del espectáculo.

Es una trampa mutua: si el político tiende a ver al ciudadano como un cliente al que apela de vez en cuando para que deposite unos votos a su favor, es perfectamente lógico que dicho cliente se desentienda de un negocio -el de la seudo Europa, por ejemplo- en el que no huele réditos inmediatos. Al fin y al cabo, los mensajes de la política apenas se diferencian del resto de las campañas publicitarias que atraviesan nuestra vida cotidiana y, así educado, el público quiere inmediatez. Sin embargo, sustituir las ideas del ciudadano por los intereses del cliente tiene los riesgos que hemos comprobado en las elecciones europeas: un mal producto para un comprador apático en un ambiente indiferente.

Pero esto, que desanimaría al peor de los empresarios, no desanima a los políticos, agrupados en partidos dedicados a combatir todo desánimo. Así, un buen cuento kafkiano de nuestra época podría narrar la historia de los "buenos resultados" que, elección tras elección, se atribuyen todos los partidos en un sensacional ejercicio de absurdidad aritmética. Como los "buenos resultados" desaconsejan las dimisiones, el cuento podría referirse también a la perpetua resurrección de los políticos que, de derrota en derrota, siempre acaban en la victoria que supone el europarlamento, cuya generosidad remunerativa es ya proverbial.

Cuando no es un cliente, el ciudadano es un espectador al que debe darse espectáculo. También aquí representantes y representados se tienden una trampa mutua por la que éstos ceden su soberanía con la condición de que aquéllos encarnen la inconsistencia de esa cesión. En este proceso el político se integra tranquilamente en la galería de monstruos que mañana, tarde y noche vomitan las pantallas televisivas.

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El ciudadano que ya ha olvidado su condición de ciudadano para ser mero espectador se siente, sin duda, más cómodo con un vendedor de humo que con alguien que le recordara la antigua seriedad del contrato democrático. El político parece saberlo, provocarlo y explotarlo si medimos su eficacia como representante con sus apariciones en escena. Durante las elecciones europeas el desinterés no alivió en ningún momento el agobiante testimonio de los circuitos de propaganda alimentados por los partidos.

Sin embargo, tras el desastre de los votos tampoco ha disminuido el agobio, como si los profesionales de la política necesitaran colonizar continuamente el escenario público, sin importarles el guión o el decorado. Apenas es posible encontrar un parlamentario que demuestre un cierto rigor en su oratoria o, cuando menos, en su dominio del idioma, pero nada resulta más fácil que contemplarlo en un programa televisivo contando chistes, friendo huevos o caminando a gatas, cómplice de las chanzas del presentador de turno. Naturalmente, ese parlamentario sabe, o cree saber, que así es como se llega al pueblo pues el pueblo, a estas alturas, ya sólo está para chistes, huevos fritos y caminantes a gatas dispuestos a sacrificarse por la fama y el esperpento.

Puede que sea así. El peligro, no obstante, estriba en que esta instalación definitiva de Tartufo como el personaje central del argumento termina agotando al público. Impostor de la devoción o de la democracia, Tartufo acaba siempre puesto en evidencia. Pero no hay que acusar sólo al impostor. Si hay tantos tartufos a nuestro alrededor es porque nosotros somos incapaces también de sacarnos la máscara.

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