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Columna
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Laocoonte devorado

El martes día 22 El Correo se hacía eco de la presencia en Madrid de Quentin Tarantino con el objeto de presentar la segunda entrega de su película Kill Bill, recogiendo entre otras la siguiente declaración del director: "Soy un enamorado de la violencia porque es muy visual". El día anterior Eduardo Mendoza se refería en la última página de EL PAÍS al proyecto de convertir el castillo de Montjuïc, que en la actualidad alberga un Museo del Ejército, en un museo de la paz. Su opinión al respecto era la siguiente: "En algunas ciudades europeas, los museos militares, concebidos para perpetuar gestas bélicas y servir de inspiración a las nuevas generaciones, han sido reciclados para mostrar los horrores de la guerra mediante dioramas y dramatizaciones. El resultado, si no es morboso, deja indiferente. Sólo las armas que allí se exhiben siguen despertando una curiosidad no exenta de fascinación. La guerra, para quien no la vive en carne propia, tiene una potente imaginería. Pero un museo dedicado a la paz, ¿qué puede mostrar, aparte de gráficas y estadísticas? El museo de la paz son las calles de la ciudad, por donde la gente va a sus cosas sin mirar al cielo por si acaso y dobla las esquinas sin asomarse a comprobar si la travesía es segura".

Lo cierto es que la violencia es muy visual y que, por el contrario, la paz (la paz representada) es una sosería. Pensemos, si no, en las imágenes -pinturas o fotografías- que nos vienen a la memoria cuando pensamos sobre la guerra, la violencia y la paz: Los desastres de la guerra de Goya, el Guernica de Picasso, las fotos de prisioneros torturados en la prisión de Abu Ghraib. ¿Acaso no hay destacadas representaciones de la paz? Haberlas haylas; pero habremos de convenir que su potencia visual y, por lo mismo, su capacidad para convertirse en objeto de recuerdo, en memoria gráfica, es muy débil. ¿Por qué es tan difícil representar la paz? "Toda imagen encarna un modo de ver", nos recuerda John Berger. La debilidad visual de la paz tiene mucho que ver con la debilidad de la propia paz como objetivo para los seres humanos. Esta nunca es vista como un objetivo en sí misma, sino como un subproducto (si quieres la paz, trabaja por la justicia; si vis pacem, para bellum) o como un contenedor de otros valores, estos sí, muy destacados (la libertad, la justicia, etc.).

Artium, el Centro-Museo Vasco de Arte Contemporáneo nos ofrece hasta septiembre la oportunidad de contemplar la exposición Laocoonte devorado. Arte y violencia política. Una exposición magnífica, impactante, que merece más de una visita. La más famosa interpretación literaria de la leyenda de Laocoonte se encuentra en la Eneida de Virgilio. En el último año de la guerra de Troya, los griegos fabricaron un caballo gigante de madera, que hacían pasar por una ofrenda votiva a la diosa Atenea, pero que, en realidad, era un escondite para sus soldados. Laocoonte, sacerdote de la ciudad de Troya, temiendo el ardid, aconsejó a los jefes troyanos que destruyeran el regalo, advirtiendo: "Temo a los griegos hasta cuando llegan con regalos". Mientras se decidía si era conveniente introducir el caballo en la ciudad, Poseidón, la divinidad más implacable con Troya, envió dos serpientes marinas hacia la tierra, y estas se enroscaron en el cuerpo de los dos hijos de Laocoonte. Este se esforzó por soltarlas, pero ellas le estrangularon a él y a sus hijos. Convencidos de que era una señal del cielo para ignorar la advertencia de Laocoonte, los troyanos llevaron el caballo dentro de las murallas de la ciudad y así contribuyeron directamente a su propia destrucción.

Reflexionamos sobre la paz con el trasfondo de imágenes de violencia. La historia de Troya nos ilustra sobre la facilidad con la que la violencia se infiltra en nuestras ciudades, casi siempre camuflada en el interior de los vistosos caballos de la paz, la justicia, la igualdad, la felicidad, la democracia o el progreso. Reflexionamos sobre la paz con el trasfondo de imágenes de violencia. Tal vez sea inevitable pues, como señalaba Mendoza, el museo de la paz son las calles de la ciudad. Tan poco cuando puede darse por supuesto. Tanto cuando nos falta. Reflexionamos sobre la paz y lo hacemos con el trasfondo de imágenes de violencia. Tal vez no sea malo. Tal vez la única manera cabal de representarnos la paz, la humilde paz, sea recurriendo a su negación.

Debemos permitir que las imágenes atroces nos persigan. Tal vez sea esta la única manera de aprender a valorar, aunque no sepamos muy bien cómo representarlo, un cielo sin bombarderos y unas esquinas sin francotiradores.

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