El cielo es griego
Miles de aficionados pasean alborozados por todo el país un nacionalismo apasionado casi sin creer aún lo que han visto
"¡Lo hemos conseguido! ¡Hemos conquistado la Copa! ¡El Europeo es nuestro! ¡Somos campeones!". Sin apenas voz, dando saltos, con lágrimas en los ojos y la bandera blanquiazul a modo de capa, los griegos pudieron dar finalmente rienda suelta a la euforia. La habían contenido durante media hora, la que medió desde que Charisteas puso el campeonato en franquicia hasta que el árbitro decreto el final y el sueño se hizo realidad. Rompiendo todos los pronósticos, la selección griega se proclamaba campeona de Europa. Por fin podían creerlo. Por fin podían decir que el cuento griego había terminado con el mejor final. Por fin habían llegado al séptimo cielo. Concentrados en plazas, en bares, frente a las pantallas gigantes colocadas para la ocasión, los griegos gritaron al unísono: "¡Hellas, Hellas!". Se abrazaron unos a otros, ondearon las banderas, cantaron el himno y se echaron a la calle, camino de Omonia, la plaza de las grandes celebraciones.
"El equipo de un país pequeño ha demostrado a Europa que puede conseguir lo imposible"
En pocos minutos, Omonia se convirtió en un infierno. El mayor de todos, el mas caliente. Sonaron los petardos, los cláxones invadieron el ambiente, las motos ocuparon las calles y los fuegos de artificio iluminaron el cielo ateniense por tercera vez en poco más de una semana. "Esto es fantástico, genial!", gritaban emocionados mientras la cerveza corría a litros. "El equipo de un país pequeño ha demostrado a toda Europa que puede conseguir lo imposible", decía un aficionado; "con los Juegos Olímpicos a la vuelta de la esquina, Grecia ha enseñado su verdadera cara".
El ritual, por repetido en los últimos días, no fue menos emocionante. La marea humana empezó a desfilar y en menos de diez minutos, desde que Zagorakis alzó el codiciado trofeo, Omonia se puso a reventar. Miles de personas, como si de un río humano se tratara, llenaron todos los accesos a la plaza. Con la bandera, cantando el himno nacional, haciendo sonar bocinas... Era la procesión de siempre, a la que, pese a la incredulidad, tanto se han acostumbrado.
Pero, hasta entonces, habían sufrido, y no poco. La espera hasta que el árbitro pitó el final se había hecho casi insoportable. A la euforia desatada tras el gol de Charisteas -"¡qué gran jugador!, exclamaban- siguieron 30 minutos de tensión. De pánico cada vez que los portugueses cogían el balón y amenazaban la portería de Nikopolidis. "¡Bravo, Antonis!", le jaleaban tras cada intervención. "No puedo creerlo. Nuestra Grecia, nuestra pequeña Grecia. Y en su casa", se oía. Paseos inquietos, ojos cerrados, el tiempo que no pasa y un único deseo: que los 90 minutos se cumplan ya y Grecia consiga lo imposible, lo que todos desean, pero, aun yendo por delante, les cuesta creerlo. Y el sueño, por fin, se cumple. El chut de Figo, el abucheado, se va fuera y, en unos minutos, el árbitro pita el final. Por mucho que cueste creerlo, Grecia es la campeona.
Los miles de aficionados concentrados en la plaza del Ayuntamiento, donde el consistorio había instalado una pantalla gigante, estallan de felicidad. Aparecen las bengalas, se oyen los petardos, las banderas se multiplican y la tensión, finalmente, se libera. Pero quieren más. Quieren que los portugueses recojan rápido sus medallas, que liberen el podio, que den paso a los campeones. Necesitan verlos ahí arriba, levantando la Copa, para acabar de creérselo. Cuando finalmente sucede, el éxtasis no puede ser mayor. Han tocado el cielo.
Las cámaras de televisión se lanzan a buscar reacciones, comienzan los programas especiales, las conexiones con las casas de los familiares de los jugadores, con las personalidades. "Los chicos de la selección han demostrado que, cuando estamos todos unidos y nos proponemos hacer algo, lo logramos ", dice Costas Karamanlis, el primer ministro griego desde Lisboa. Se había desplazado para presenciar el partido en directo, para celebrar el gol como un aficionado más, para enviar un mensaje al mundo, antes de que Atenas celebre en agosto los Juegos Olímpicos; "estos muchachos nos han hecho sentirnos orgullosos de ser griegos". Es una frase mil veces repetida. Todos los griegos del mundo, allá donde se encuentran, han salido a la calle para celebrarlo y hacer gala de su nacionalidad.
En Atenas, mientras tanto, otra gran marea se dirige hacia Syntagama, la plaza noble de la ciudad para, como manda la tradición, hacer pasar un mal rato a los Tsoliades, la guardia tradicional, que, inpertérrita, guarda el Parlamento. Con cantos alusivos y provocativos, intentaban sacar una sonrisa, un gesto, algo que les hiciera perder su compostura. Ni por ésas.
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