Madurez
No tengo aún planes precisos para el verano y hojeo un folleto del Instituto Andaluz de la Juventud sobre aprendizaje de idiomas en el extranjero, acariciando la posibilidad de pasar un mes en Berlín o San Petersburgo desentumeciéndome la lengua. El alma se me viene a los tobillos cuando compruebo que una de las condiciones que deben acatar los aspirantes, en letra pequeña y en segunda página, es poseer de 16 a 30 años: yo, con mis 31 recién cumpliditos, resulto ya un Matusalén para estudiar nada, y probablemente mi cerebro consista en una nuez seca y dura sobre la que no podrán volver a imprimirse conceptos nuevos. Esto me hace darme cuenta de que vivo en un mundo extasiado por la juventud, en el que la juventud goza de toda clase de prebendas e invitaciones, pero que una vez rebasada la fina película que la separa de la madurez, o de la ancianidad, o de sea como se llame el limbo en el que ahora yo me encuentro, sus privilegios se pierden como si acabara de ser cesada de un cargo. Hoy tengo 31 años y me siento prematuramente exiliado de las ventajas de la existencia: mi carné Euro-26 caducó un lustro ha, y ya jamás disfrutaré de deducciones en los transportes públicos ni en el cine, el Ministerio de Cultura no pondrá una beca delante de mis narices, e incluso creo que haría bien en pasar deprisa delante de la sección de ropa vaquera de los grandes almacenes no sea que algún dependiente me denuncie como lo que no soy: atención, un anciano camuflado. Probablemente porque hasta este momento había estado aprovechándome de todas estas facilidades no se me había ocurrido advertir lo absurdas y extremas que resultan si uno las analiza con frialdad, y hasta qué punto esta sociedad nuestra reverencia el concepto de juventud en sus dobleces más incómodas y superfluas, también en aquello que no merece en absoluto que nadie la admire. Ser joven es un mérito, y quien ya no es joven pasa a vagón de segunda clase.
Acabo de leer un capítulo de las deliciosas memorias de Stefan Zweig donde se describe un estado de cosas igualmente estúpido pero a la inversa: en la Viena de su adolescencia, denuncia Zweig, en aquel Imperio Austrohúngaro esclerótico y caduco como el hombre que reinaba sobre él desde un palacio de cuento, nadie era admitido en un cargo público ni podía ejercer su profesión con solvencia si no había alcanzado la edad provecta. No se sabía a ciencia cierta cuándo comenzaba aquella edad ni qué la diferenciaba específicamente de la que la precedía, pero era común que para darse tono todos los jóvenes se fingieran mayores y más decrépitos de lo que en verdad eran: triunfaban las barbas tupidas, las largas levitas, los andares encorvados y los bastones inútiles; muchachuelos con cara de querubín se dejaban mostachos belicosos y estudiantes de medicina recién licenciados debían colocarse en las narices gafas sin graduar si querían ganarse una clientela. Hoy nos hace soltar un suspiro o una carcajada este retrato en sepia que presenta Zweig; sin embargo, como él mismo muy bien lamenta, resultaba muy difícil ser joven entonces y tener que estar demostrando a cada paso que no por ello se es estéril o vano: algo, me temo, que voy a tener que empezar a demostrar yo también de mis 31 años en adelante.
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