La hora de los congresos
Después de un año en que los ciudadanos han tenido repetidas oportunidades de intervenir en la cosa pública con su voto, llega la hora de los congresos de los distintos partidos políticos. La ciudadanía no ha perdido el tiempo: ha provocado cambios de mayorías en Cataluña y en España. El ciclo electoral que empezó con las municipales de junio de 2003 y acabó con las europeas de junio de 2004 da suficientes elementos de juicio como para que ningún congreso pueda caer en la tentación triunfalista. En este año se ha pasado con suma facilidad de la nada a la gloria -entendiendo que en política la gloria es el poder- y de la gloria a la nada. Y, si no, pregunten al PSOE y al PP o al PSC y a CiU. Nadie tiene la posición tan segura como para poderse considerar a resguardo de cualquier sacudida. Para más complicación, el electorado ha demostrado cierto gusto por el más difícil todavía, como si fuera su venganza frente a una clase política a la que ve demasiado alejada, demasiado encerrada en sí misma. En Cataluña, había perspectivas de cambio, pero el electorado lo resolvió con unos resultados que han dado un tripartito con perversas relaciones de fuerza internas. En España, era favorito el Gobierno del PP, y el PSOE ganador necesita de los nacionalismos periféricos para construir sus mayorías. ¿Quién da más?
Los congresos son la cita estelar del ritual de los partidos, y deberían ser un momento central del sistema democrático si los partidos hicieran realmente la función de transmisión con la sociedad que se les atribuye. Pero los partidos son más aparatos para la conquista del poder que cauces abiertos de representación ciudadana. Hoy, la afiliación es reducida y es entendida fundamentalmente como peaje necesario para hacer una carrera política. Los congresos son para los militantes, y los militantes son unos ciudadanos muy sesgados, muy contaminados por los conflictos entre partidos, por las batallitas internas y las peleas de familias. Aunque, a menudo, los militantes tienen mucho más contacto con la realidad que los altos dirigentes, su condición tiende a situarles permanentemente en posición de combate verbal, en defensa de las ideas que emanan de sus jefes y en rechazo de cualquier mensaje que venga del adversario. Aunque, por su elementalidad, la visión binaria del mundo -los míos y los otros- está muy extendida, la sociedad es suficientemente compleja como para que el militante aparezca a los ojos de los demás como lastrado por el sectarismo.
Con todo, un congreso siempre contiene alguna sorpresa y nunca está tan absolutamente bajo control como querrían quienes lo organizan. A veces, tienen efectos no deseados que sólo se descubren mucho tiempo más tarde, cuando ya todo es irreversible. Es el caso, por ejemplo, del triunfal congreso del PP, en el que, con la sensación de imbatibilidad que proporciona la mayoría absoluta y ante su decisión de no volver a presentarse, José María Aznar fue aclamado como el nuevo Dios en la tierra. Al final de la ceremonia -muy religiosa y poco democrática- podía imponerse la impresión de que el PP estaba en el Gobierno instalado por décadas. Sin embargo, Aznar salió de allí con una pérdida total del sentido de la realidad, convencido de su infalibilidad y de su imposibilidad de errar y de que sólo tenía que asumir responsabilidades ante la historia, lo cual condujo a su partido al récord de pasar de golpe de la mayoría absoluta a la pérdida del poder.
Entre los partidos catalanes, sin duda es CiU, y dentro de ella Convergència -que por algo es la fuerza principal-, la que tiene una prueba más dura por delante. La pérdida de votos que le costó el poder (y que era, desde hace años, un goteo sistemático) se ha convertido en sangría en las elecciones posteriores a las autonómicas. La sensación de desconcierto táctico, estratégico e ideológico es grande. Sin duda, se aprecia una voluntad de no hacer sangre entre personas. Pero se equivocarían si no afrontaran un debate abierto, sin miedo a la renovación de ideas y de dirigentes. Sin el monopolio del nacionalismo, Convergència no puede presentarse como un partido que picotea ideológicamente de todas partes. Por esta vía, las fugas no cesarán.
Esquerra Republicana tiene el desafío orgánico: cómo estructurar un partido hasta ahora fundamentalmente asambleario, conforme a las exigencias de sus nuevas responsabilidades. Y táctico: encontrar el equilibrio entre el partido de gobierno (cuyo líder es Joan Puigcercós) y el partido de agitación (cuyo líder es Josep Lluís Carod Rovira). Es una doble tarea difícil que no estará exenta de tensiones. Sin embargo, es determinante para que la eclosión de Esquerra no haya sido un efecto pasajero.
En el PSC los movimientos serán más bien subterráneos y tendrán que ver con los papeles de cada dirigente en un momento en que el partido ha exportado cuadros tanto al Gobierno catalán como al Gobierno español. Los socialistas catalanes nunca habían acumulado tanto poder. Esto asegura un congreso sin grandes ruidos y, conforme al estilo de José Montilla, con contenida autosatisfacción. Pero sí habrá movimientos de personas, quizá decisivos como gérmenes de futuro, cuya importancia probablemente tarde un tiempo en verse. Las razones por las que el 16-N se consideraba que el PSC necesitaba una renovación a fondo siguen intactas. Sería un error -como Pasqual Maragall ha advertido- dejarse llevar por el euforizante del poder acumulado.
En España, el PSOE vivirá un congreso sin tensiones ideológicas, dicen, en el que José Luis Rodríguez Zapatero, con la autoridad conseguida con su inesperada victoria, podrá hacer los equilibrios de personas que considere más convenientes sin que nadie se atreva a silbarle. Rodríguez Zapatero -quizá el único que creía en su éxito- ha demostrado tener muy pensados los primeros pasos que dar en el Gobierno. Sus primeros pasos definen sus posiciones ideológicas: liberal en economía, multilateralista y legalista en política internacional, abierto a todos los cambios en materia de costumbres, defensor de las batallas por la igualdad de la mujer, y partidario de una España plural a la carta. Quizá no estaría de más que la oportunidad sirviera para tener una síntesis de la ideología renovada de un partido que llegó por sorpresa, cuando todo el mundo le veía todavía en tareas preparatorias.
El PP, por su parte, tiene un congreso de alto riesgo. Mariano Rajoy se siente confortado por la derrota corta de las europeas. Su condición de perdedor -suma ya dos derrotas, en las dos ocasiones que ha sido líder del PP- le hace sumamente difícil soltar lastre. ¿Qué autoridad tiene para pasar a la reserva a la vieja guardia del aznarismo que hoy forma la dirección del PP, siendo él uno de ellos? Pero la tentación de que nada cambie, como si el 14-M hubiese sido sólo un accidente fortuito, a la larga puede pagarla cara el PP, aunque es verdad que el PP siempre tendrá para caso de apuro a Rodrigo Rato, que supo renovarse por sí solo, en reserva de partido. Probablemente, el PP es el caso en el que es más difícil acertar en la estrategia que seguir. El aznarismo es inviable sin Aznar. ¿Es Rajoy el futuro del PP? ¿Habrá sido el 13-J un espejismo? Más grave es el caso de Izquierda Unida, que necesita una refundación, que no puede venir de tradiciones ya obsoletas.
La parafernalia y el ritual no deben confundirnos. Los congresos nunca son insignificantes. Siempre tienen consecuencias a medio o a largo plazo.
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