¿Una necesidad imposible?
El estimulante compromiso electoral del Gobierno de Zapatero de hacer de la televisión del Estado una televisión de la sociedad plantea la cuestión central de una televisión pública que no sea estatal ni menos aún gubernativa, de su autonomía respecto de las grandes instituciones políticas, en particular Gobierno y Parlamento, y de su relación con las fuerzas políticas, en especial los partidos, y con las organizaciones y movimientos sociales. Problema de una extrema complejidad, al que el socorrido ejemplo al que se recurre habitualmente, la BBC, sólo da respuesta parcial. Pero además estamos en una fase histórica en la que la economía y el lucro priman sobre toda otra consideración y han convertido la realidad, toda la realidad, en mercancía. Incluyendo obviamente en esa condición al espacio mediático. De aquí el recelo, mezclado de hostilidad, con el que las televisiones privadas, legítimamente preocupadas por el éxito económico de sus empresas, contemplan unos cambios futuros que pueden traducirse en una modificación importante de las condiciones de su actividad.
A lo que hay que agregar la rivalidad entre los partidos que hace que la oposición debe descalificar, y según los actuales modos políticos españoles, injuriosamente, cualquier iniciativa del Gobierno por bien intencionada que parezca. Y, como sucede con frecuencia, el antagonismo se concentra en el emisario, que en este caso se llama Carmen Caffarel, instituida, a dicho efecto, en principal enemiga de la libertad de los medios. Todo lo cual pone en primer plano el tema del modelo de televisión que se quiere proponer, y, más ampliamente, del paisaje comunicativo que va a generar, así como la interacción en él de lo público y lo privado. Y lo hace en todos los aspectos, desde los fácticos a los normativos, en el contexto de una concepción y de una práctica democráticas que, extinguido el militantismo político y agotada la efectividad de lo representativo, oscila entre la democracia de opinión y la democracia de mercado.
La televisión comienza a existir en los distintos países europeos en la década de los treinta -en el caso de Alemania, sus inicios se sitúan en 1923-, pero su establecimiento efectivo y su generalización corresponden a los años cincuenta y sesenta. Se trata en todo ese periodo no sólo de una televisión pública, sino también monopolista, cuya titularidad corresponde siempre al Estado central, salvo en algún caso, como el alemán, en el que la ostentan los Estados federados. Su función es considerada por todos los países como un servicio público que, con frecuencia, es designado como un "servicio público esencial", y que más allá de su compromiso con la tríada de los grandes objetivos comunicativos, resumidos en informar, educar y divertir, tiene como propósito básico contribuir "a la libre formación de la opinión de los ciudadanos". La convergencia casi unánime en este planteamiento sirve de fundamento para la financiación de su cumplimiento, que se imputa, bien de modo directo y exclusivo, a los presupuestos del Estado; bien a los usuarios en forma de canon; bien a un régimen mixto que los combina a ambos.
Esta estabilizada situación se complica, sin embargo, con el recurso a la publicidad, introducida, primero, en la radio y, entrados los años cincuenta, en la televisión, provocando una fuerte reacción de las empresas periodísticas, que ven peligrar una de sus principales fuentes de ingresos. La hostilidad inicial se radicaliza cuando aparecen las televisiones privadas, años ochenta y noventa según los países -en el nuestro, la ley de televisión privada es de 1988-, consolidándose el sistema dual de televisión. Dicho sistema problematiza por su sola existencia la prioridad de que gozaban las televisiones estatales, impugna la legitimidad de las ventajas que se reservaban las instancias públicas -Estado y poderes regionales y locales-, descalifica la validez informativa de unas estructuras mediáticas dependientes del poder político de cada momento y hace imposible la libre competencia empresarial al falsear las condiciones del mercado de la comunicación.
Como no podía ser de otra manera, estas impugnaciones, que lejos de atenuarse, se han agravado con el tiempo, han dado lugar a una interminable contienda teórica e ideológica responsable de la avalancha de polémicas y de libros que desde hace más de 30 años nos asedian, polarizados en torno de dos núcleos mayores: cuál es, desde la perspectiva democrática, el tipo ideal de la información/comunicación y cuáles son las condiciones más adecuadas, públicas o privadas, para su cumplimiento. Pero decir democracia es tener que afrontar, antes que nada, la cuestión central del poder en relación con la libertad o, en términos más de hoy, quién puede y cómo pueden articularse libertad con decisión y control en el marco de los derechos humanos. Tres opciones se han disputado y se siguen disputando este territorio: la autoritaria, la liberal/libertaria, y la designada como la responsabilidad social de los medios (D. Elliot: Responsible journalism, Sage, 1986).
En la primera, las prácticas informativa y comunicativa se someten a priori a un régimen de control que exige una autorización previa, tanto para poder expresarse públicamente como para determinar los contenidos y las modalidades de esa expresión. El control lo ejercen obviamente las autoridades político-administrativas, que fundan su impuesta regulación en razones derivadas de imperativos políticos, que pueden ser de condición exógena -mitológico/divina, histórico-social, científica- o endógena -asegurar la expansión o la supervivencia de su sistema político- definidas por quienes detentan el poder. Los regímenes nazi-fascistas, el soviético, el franquista, etc., son brillantes ejemplos de esta opción.
Para la doctrina liberal/libertaria de la comunicación, la libertad de y en el espacio mediático es una consecuencia directa de la libertad de expresión que es un derecho fundamental individual, propio de todos y cada uno de los seres humanos. La sola diferencia entre libertarios y liberales, en este tema, es que los primeros no aceptan ningún tipo de intervención del Estado, mientras que para los segundos, aunque rechacen toda injerencia pública en el ejercicio propiamente mediático de la libertad de comunicación, la admiten, en cierta medida, en los aspectos económicos -para garantizar la seguridad del tráfico comercial- y sobre todo tecnológicos. El resultado es una combinación, que se quiere complementaria, de libertad de expresión y de libertad de empresa, en la que la primera se apoya en un conjunto de principios deontológico-profesionales, formalizados, de manera más o menos explícita, exclusivamente por los actores de la comunicación; mientras que la segunda se encuadra en el marco general del código de comercio y del derecho de la competencia (F. S. Siebert, T. Peterson, W. Schram: Four theories of the press, Univ. of Illinois Press, 1974).
La opción correspondiente a la responsabilidad social de los medios, aunque reivindique también la libertad de expresión como uno de sus fundamentos, sostiene que esa libertad no agota el cometido de la función comunicativa pública, pues no permite ni justifica la realización de todas las obligaciones que los periodistas/informadores/comunicadores tienen, en cuanto tales, con la comunidad a la que pertenecen. Ellos son los que, como soporte capital y actores privilegiados de la acción comunicativa, tienen que garantizar, frente a las exigencias económicas de las empresas y a los dictados políticos de los gobiernos, la efectiva satisfacción de las necesidades de información/comunicación de la sociedad. Para ello hay que dotarles de los medios que reclama dicha función, comenzando por proporcionarles un estatuto global que hasta ahora ha estado encarnado por la libertad de prensa, entendida no como la generalización de la libertad de expresión de cada periodista, es decir, no como la extensión de un derecho individual, sino como una libertad política, o sea, la posibilidad de realizar un servicio público, un servicio colectivo de interés general, imprescindible para la efectividad de la vida democrática (I. Lichtengerg: Democracy and the Mass Media, Cambridge, Univ. Press, 1990).
Por dicha razón, un grupo de expertos del Comité Internacional de Comunicación, Conocimiento y Cultura de la AIS comenzamos, ya en los años setenta/ochenta, a intentar ir más allá de la concepción negativa de la comunicación como contrapoder (o como cuarto poder) y también de la simple responsabilidad social del informador para anclar la razón de ser de la actividad mediática pública en su contribución al ejercicio ciudadano de la soberanía democrática mediante la información. Pues si no hay democracia sin participación y si no cabe una intervención democrática sin un conocimiento suficiente de la realidad en la que se va a intervenir, el estar informados se convierte en la primera obligación ciudadana, mucho más determinante que el mismo acto de votar. Esta obligación de información, que afecta a todos los ciudadanos en cuanto miembros de una comunidad democrática, es impracticable, e incluso ininteligible, sin la existencia previa de un derecho a la información que garantice a cada ciudadano el acceso a cuantos datos y noticias conciernan su vida en común con los otros ciudadanos y le sean necesarios para formar "su opinión" y participar en el debate político. El Freedom of Information Act, que el movimiento ciudadano de los EE UU logró imponer en su país, marca el camino. Como lo hacen también la Fundamental Law on Freedom of Expression y el Freedom of the Press Act en Suecia, que cubren muy certeramente la doble dimensión de la libertad de expresión del ser humano como individuo y del derecho/obligación de informar que tiene el informador como miembro de una comunidad política.
Esta responsabilidad democrática de la información, que desborda la responsabilidad social, es la que exige también un pluralismo informativo que ofrezca un conjunto de opciones y de interpretaciones lo más cabal y completas posibles, sin las que tampoco cabe la formación de una "opinión democrática". El pluralismo puede existir dentro de un mismo Medio -diario, radio o cadena de televisión- o en el conjunto de Medios que componen la oferta mediática de una ciudad, región o país. Ahora bien, el pluralismo no tiene la misma lectura en los Medios Públicos que los Privados, pues mientras en los primeros, y dentro del mandato constitucional del país al que pertenecen, deben mantener una rigurosa neutralidad ideológica respecto de las diversas posiciones posibles, los Medios privados pueden manifestar sus preferencias decantándose por una o por otra. Claro está que esta posibilidad no llega hasta la modificación voluntaria de los datos de la realidad sobre la que están informando y que en este punto el deber de veracidad alcanza por igual a los Medios Públicos que a los Privados.
Veracidad, es decir, no falseamiento de la realidad que percibimos, pero sin pretensión de convertirla en objetividad, entendida como la reproducción de lo real tal y como es, ignorando que nuestros a prioris y prejuicios condicionan inevitablemente nuestra percepción de esa realidad. Frente al alegato de lo objetivo que funciona casi siempre como coartada ocultadora de nuestra ideología, el comportamiento más veraz es el de declarar nuestras preferencias -liberales, socialistas, conservadoras, progresistas, etc.- para que aquel que recibe nuestra información la afecte del coeficiente corrector que las mismas demandan (Gunnar Myrdal: Value in social theory, Routledge and Kegan Paul, London 1958; Hillary Rose y otros: L'idéologie de/dans la science, Seuil 1977). Eso, los Medios Privados no necesitan hacerlo porque todos conocemos la asignación de los mismos a una opción o a otra. A nadie le ha extrañado que la interpretación de los resultados de las últimas elecciones españolas utilizando los mismos datos haya sido muy distinta en el Abc que en El Periódico. Lo paradójico, sin embargo, es que suelen ser los Medios Públicos y, en particular, las televisiones públicas, las que tienen una tendencia más acentuada a informar pro domo sua. ¿Cómo evitarlo? ¿Cabe traspasar del Estado/Gobierno a la sociedad la responsabilidad de la gestión de los contenidos televisivos? ¿Cabe hacer posible esa necesidad?
José Vidal-Beneyto es catedrático de la Universidad Complutense y editor de Hacia una sociedad civil global (Taurus).
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.