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Columna
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Mapas

En el barrio londinense de South Kengsington se encuentra un edificio que es un lugar de peregrinación obligado para los amantes de los mapas. Allí tiene su sede la Royal Geographical Society, en cuyos salones se reunía una estirpe especial de hombres que forjó la edad de oro de la exploración y los grandes descubrimientos científicos: Darwin, Sir David Livingstone, Ralph Bagnold (que fue el más pertinaz explorador de desiertos después de Herodoto) el Capitán Scott y todos aquellos viajeros que hicieron del mundo un lugar menos inextricable.

Cuando tenía nueve años descubrí en una enciclopedia infantil el rostro de Amundsen y algunos miembros de su expedición a la Antártida. La nieve les había vuelto de yesca los ojos y las caras congeladas les brillaban como una máscara de plata. Entonces yo era una niña más influenciada por los comics y las novelas de Julio Verne que por el cuento de Blancanieves, de modo que tenía a los exploradores por verdaderos príncipes azules. Aquella mezcla de resistencia y osadía me parecía heroica y marcó mi predilección por estos hombres batidos y algo exhaustos que, como los marinos de Conrad, no acababan de sentirse cómodos en la rutina diaria de las oficinas. Pero no llegué a comprender el significado de esta fascinación hasta muchos años más tarde, cuando leí The Silver Lining sobre la expedición del capitán Scott y el científico Edward Wilson al Polo Sur.

En la base de Cabo Evans, durante las largas noches de invierno, cada miembro de aquella expedición daba una conferencia sobre su especialidad: las bacterias en los mares polares, el apareamiento de los pingüinos emperadores... Comprendí que la pasión que sentían por el conocimiento era muy seria ya que eran capaces de intercambiar una camiseta de felpa o unos calcetines gruesos de lana por lecciones extra de geología.

En la cabeza del glacial Beardmore, Wilson recogió fósiles de tres millones de años de antigüedad. Al oscurecer, en la palidez del hielo iluminado por la luna, veía tojos y erizos marinos que es uno de los primeros síntomas de la anemia polar. Durante el día el cansancio se iba haciendo cada vez más extremo, y aunque cada gramo de peso le quebraba los hombros, insistió en continuar cargando con aquellos restos orgánicos petrificados que más tarde servirían para probar que la Antártida se había desgajado de un continente inmenso. Por la noche, en la tienda, leía poesía inglesa a la luz de una linterna. Cuando en la primavera los equipos de rescate encontraron sus cuerpos enterrados en la nieve, el brazo de Scott rodeaba el hombro de Wilson que tenía a su lado la bolsa de los fósiles y un libro de poemas de Tenysson.

Historias como ésta se pueden reconstruir a través de diarios de ruta, dibujos, fotografías, mapas e instrumentos de navegación que se encuentran desde este mes a disposición de todo aquel que desee verlas en los salones de la mítica Sociedad londinense.

La historia de los descubrimientos está jalonada a partes iguales de imaginación y voluntad, porque en el alma humana no siempre es fácil distinguir la tenacidad de una emoción muy intensa. En el interior del viejo edificio de Kesington Gore hay algo profundamente stevensoniano, un chispazo de fantasía que nos devuelve aquel designio infantil que todos perseguimos alguna vez cuando, de críos, nos conjurábamos a la salida de un cine de barrio para descifrar mapas, buscar tesoros y encontrar islas. Entonces todos éramos como el capitán Scott.

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