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Columna
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Arca

EN CASTELLANO viejo "arca" significa una caja grande cerrada o a buen recaudo, se entiende porque en ella se atesora algo importante. Así se explica que se utilizase el término para describir la enorme barcaza diseñada por Noé para guardar en su seno ejemplares de todo ser viviente, cuya conservación permitiría la repoblación de la tierra tras el diluvio universal. Siguiendo las mismas fuentes bíblicas, el Arca de la Alianza, a pesar de ser su tamaño mucho más reducido, tuvo, sin embargo, una importancia semejante, porque permitió salvaguardar la identidad de un pueblo y de su ley, equiparándose desde entonces la supervivencia física a la simbólica. Esta última es la acepción que ha usado el cineasta Alexandr Sokurov en su película El arca rusa (2002), que trata sobre el Museo del Ermitage, de San Petersburgo, cuya descomunal grandeza, abarrotada de toda clase de riquezas artísticas, recorre vertiginosamente en 96 minutos con la intención de atrapar el secreto de su identidad, que no es otro que el de su memoria histórica.

Rodada con esa máxima sofisticación tecnológica que hoy permite, con una simple cámara de vídeo, atravesar 33 salas del museo al ritmo de un tiempo real de una hora y media, en un mismo plano secuencia, lo asombroso de la hazaña de Sokurov no es, ni mucho menos, el recorrido físico del Ermitage, sino que lo hace simultáneamente convocando a los fantasmas de sus tres siglos de historia, con lo que, mientras contemplamos las obras de El Greco, Van Dyck, Rembrandt o Canova, nos topamos con la emperatriz Catalina II o los zares Alejandro y Nicolás, entre otros personajes y episodios históricos fundamentales, remotos o próximos, de Rusia. He aquí, pues, cómo una máquina en tiempo real nos hace viajar por el pasado, rodeados por una populosa corte de fantasmas, que ha exigido dos millares de figurantes.

Guiados en nuestro paseo por un diplomático francés, que vivió en directo el revolucionario parto de nuestra época, y por la presencia invisible -la voz- de Sokurov, su interlocutor actual, nos adentramos en los entresijos de la historia de Rusia, con su conflictivo sí es-no es europeo, pero, por encima de todo, en esa amalgama indisociable que forman la vida, la cultura y el arte del pasado, en cuya memoria histórica reposa el código básico de nuestra identidad. Entramos al Ermitage por un alambicado pasillo inferior, en medio de una alegre turbamulta de jóvenes que acuden a un baile oficial, pero salimos al exterior para enfrentarnos con la imagen desolada del mar infinito, ese desierto acuático por el que debemos seguir navegando sin saber adónde vamos.

En un momento del filme, alguien dice estar sorprendido con el absurdo de cómo no paramos de hablar del futuro sin saber nada del pasado. ¡Exacto! Aunque peligrosamente se nos olvide, como afirma Sokurov, un museo es el arca donde se conserva, a buen recaudo, el tiempo, que no es nada más que lo que nos ha pasado, y, en definitiva, el único registro que hace real nuestra existencial actual, en vez de un simple sueño poblado de fantasmas.

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