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Columna
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España, cero

Cuando contempló las ruinas del estadio Alvalade, se estremeció, entornó los ojos y musitó unos versos del abogado y poeta Rodrigo Caro: "Todo desapareció, cambió la suerte/ voces alegres en silencio mudó;/ mas aún el tiempo da en estos despojos/ espectáculos fieros a los ojos,/ y miran tan confusos lo presente,/ que voces de dolor el alma siente". Y, en verdad, sintió en medio de la desolación, un grito antiguo, insolente, por adverso, y doloroso: ¡gol, gol, gol, gol, gol, gooooooooooool! Allí quedó, en medio del estrago, la reliquia de aquella altiva gente. Anduvo unos pasos por un campo de soledad, escombros y herrumbrosas latas de bebidas de nombres turbadores, y en lugar de césped y laurel, descubrió el zarzal y el jaramago, como un monumento al olvido. Y, ¿dónde el héroe?, ¿dónde el bravo atleta de aquella remota tarde del 20 de junio de 2004? Casi doscientos años después de la derrota de la selección española en Lisboa, el joven investigador miró en torno con cierto timidez y como no advirtiera curiosidad sarcástica, se caló los espejuelos de ver el pasado, fijó la fatal fecha en el calendario de las calamidades remotas, pulsó el disparador de animación de la memoria corpórea, y se le fue encima, sudoroso y jadeante, aquel a quien decían El Niño, recién afeitada la cabeza y hecho una furia. Pero ni lo tocó como apenas tocó ni olió el balón en la jornada de la Eurocopa. En su tesis doctoral lo había sentenciado: el equipo de Sáez dio en Alvalade un soberbio recital de danza épica, mientras los lusos, sin enterarse muy bien de qué iba el asunto, se dedicaron a jugar al fútbol, y aun sin adversarios, solo lograron marcar un tanto, qué miseria. De manera que el graffiti escrito entre la hiedra de las ruinas del estadio: Nuno Gomes tira como Viriato, no era más que una impertinencia. En los confusos principios del siglo XXI, la moral era patrimonio del juego conservador. Moralmente, ganó Mayor Oreja en el Europarlamento, como moralmente ganó España a Portugal en la Eurocopa. Y es que en aquel tiempo se vivía descaradamente en el engaño.

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