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Reportaje:

Alta tecnología en la campiña de Oxford

Una instructiva visita al circuito de Silverstone en día de ensayos y a la fábrica de Renault donde se construye con fibra de carbono y se prueba en el túnel de viento

Carlos Arribas

Finalmente metió la pata. Si Johnny (nombre ficticio) no hubiera mencionado, así, como quien no quiere la cosa, que tiene un Ferrari todos se habrían creído unos privilegiados, un grupo de iniciados a quienes una de las personas que más sabe de los entresijos de la escudería Renault en particular y de la Fórmula 1 en general, había decidido transmitirles secretos que sólo los muy expertos podían compartir.

El ambiente era mágico. Una casa de piedra del siglo XV, tejados de pizarra en plena campiña inglesa, a 10 minutos de Oxford, un restaurante oscuro, iluminado por velas, al que se llega perdiéndose por el campo y que ofrece a sus clientes -gente importante por lo que se ve en algunas fotos de la entrada: Briatore, por ejemplo, llegando en helicóptero- entrantes a base de jamón de Jabugo-Jabugo y vino de Rioja-Rioja -un Marqués de Vargas para la ocasión-. Terciada la tercera copa a Johnny, o eso pensaron los ilusos periodistas a los que Telefónica había invitado para que valoraran su inversión en la Fórmula 1 y en Fernando Alonso, se le aflojó la lengua. Su locuacidad se llenó de información. "Ssshh", susurraba, "sí, la gran diferencia entre Ferrari y Renault es el presupuesto. Los italianos tienen 400 millones de euros, nosotros sólo 300 millones". Y continuaba. "Sí, nuestro objetivo es ganar el Mundial de Fórmula 1 en dos temporadas, después lo dejaremos. Y tenemos a Fernando Alonso, que es un gran conductor, o por lo menos el mejor conductor que podemos permitirnos... No, no os puedo decir cuánto cobra, ni siquiera si cobra más que Trulli..."

Con el sistema 3D, todos los delirios de los diseñadores se hacen realidad a escala 5:1

También mostró su conocimeinto de la geometría de los bólidos -o de su chasis más precisamente, de los centímetros cuadrados en los que caben las pegatinas de los patrocinadores, el valor de cada parte-, confesó su admiración por Bernie Ecclestone, el inglés que ha privatizado para sí mismo la fórmula 1 -"sí, vale, es el empresario más rico de Inglaterra gracias a lo que nos cobra a las escuedrías, a lo que les saca a los circuitos, pero gracias a él la Fórmula 1 ha empezado a ganar dinero, a recibir mucho dinero, y antes nos pudríamos"- y sus dudas sobre el mando en plaza de Flavio Briatore, el playboy italiano que se inventó la escudería Benetton y que dirige nominalmente la Renault. Y todo tenía el aire de confidencias que no debían salir de la mesa hasta que Johnny (nombre ficticio) dijo que tenía un Ferrari. Aquello no cuadraba: la Fórmula 1 es el reino de lo secreto, un juego de espías cotidiano, y, evidentemente, alguien que gana lo suficiente como para mantener un Ferrari seguro que no se va de la lengua. No, Johnny no había dicho nada que no quisiera que no se supiera. En las afueras de Oxford, la universidad más antigua de Europa, el templo del conocimiento, llegó la certidumbre: la Fórmula 1 es un juego de apariencias. Un carísimo juego de apariencias y high tech.

No lejos de Oxford, en el centro puro de la Fórmula 1 -no menos de 12 escuderías, fábricas, talleres, se desperdigan a su alrededor-, se emplaza el circuito de Silverstone. Un circuito antiguo, sin comodidades para los nuevos ricos, para la jet, sin apenas tribunas, en el que los coches del pueblo se embotellan y se enfangan en la hierba y al que los ricos llegan en helicóptero. Es un jueves de junio, un día de ensayos antes de cruzar el charco para los GPs de Montreal e Indianapolis. Allí, detrás de las filas de trailers perfectamente ordenados, empezando siempre por Ferrari, el número 1, camiones rojos brillantes, impolutos, alineados ante la puerta de atrás de los boxes, detrás de las filas de ordenadores palpitantes ante las que absortos ingenieros, cascos y micrófonos en su sitio, analizan abstrusos gráficos, detrás de los camiones de neumáticos, Michelin, Bridgestone, en los que los mecánicos montan llantas como se montan en el taller de la esquina, con pegamento, a fuerza de músculo bruta, donde se hinchan, se acaba la ficción. Huele a gasolina. El ruido acogota.

Fernando Alonso ha parado. Le empujan el coche marcha atrás. Y mientras le quitan los neumáticos, le miran los frenos, los discos de carbono, le calientan los neumáticos -fórmula compositiva secreta- para que rindan más, le enfrían la gasolina -fórmula secreta- para que ocupe menos espacio en el depósito, le enchufan un cable al ordenador central para alimentar a los ingenieros insaciables, mientras una decena de personas trabaja a su alrededor como artilleros montando un obús, durante 10 minutos, Fernando Alonso ni se mueve ni habla. 40 grados. Sigue sentado ante el volante, un disco rectangular de ángulos redondeados, de carbono, que es en realidad el teclado de un ordenador, botones y un par de palancas que hacen clic-clac, concentrado. El circuito da vueltas en su cabeza, las rectas, las curvas, el giro de Abbey, en el que pasa en nada de 300 kilómetros por hora a 120, de sexta a segunda velocidad, frenando en 50 metros, haciendo sonar la caja de cambios como una ametralladora, ta-ta-ta-ta, haciendo llegar al motor -tres litros, 90 kilos de alta ingeniería construido en Francia, 10 cilindros en V, en ángulo de 72º, aspirando 500 litros de aire por segundo- a 15.000 revoluciones por minuto. Y detrás de eso, de Alonso, de Trulli, el conductor italiano, de los jefes, de los ejecutivos, de los amigos que llegan en avión privado, hay una fábrica, el trabajo de 450 personas íntegramente dedicadas a lograr que un Renault R24 salga a los circuitos todos los Grandes Premios con posibilidades de hacerlo bien.

La fábrica está también cerca de Oxford, en Enstone, y es invisible. Está construida en una vaguada para que no se vea, para cumplir con las normas ambientales de Inglaterra, y ninguna señal, ningún panel, indica que allí se fabrican Fórmulas 1. Y ni siquiera parece una fábrica de coches. Es más un taller textil lleno de ordenadores. Mesas enormes de patrones. Y muchas fibras. Fibra de carbono. El compuesto mágico, las planchas finas que se moldean y hornean a cientos de grados en inmensos hornos. Material duro y ligero. Muy caro. Ante el autocad en tres dimensiones los diseñadores dibujan lo que será el bólido de 2005, la progresión del R24, los alerones, los spoilers, las aberturas de ventilación, la forma de los retrovisores. Pero la imaginación no es libre. Hay una cortapisa fundamental: todo lo que se diseñe, lo que se construya, tiene que alcanzar la perfección aerodinámica, tiene que ofrecer la más mínima resistencia al aire, tiene que producir la mínima cantidad de turbulencias: a igualdad de motor, de potencia, corre más quien menos choca con el aire. Por eso, el elemento clave de la fábrica de Enstone es el túnel del viento.

Gracias al sistema 3D, todos los delirios de los diseñadores hasta el más mínimo detalle se pueden hacer realidad en resina a escala 5:1, hasta los cascos de los conductores, y probar en el túnel del viento -un rectángulo con una turbina en el lado más corto que lanza el aire hasta a 400 kilómetros por hora ante el que en una plataforma se coloca el modelo del coche a escala reducida- sin apenas perder tiempo.

Allí se construye, se investiga, se modifica, se busca la perfección, aunque luego un reventón a destiempo acabe con sus sueños, con su afán, en apenas tres vueltas. Aunque luego carbono, metal, volante, carne, acaben hechos trizas en una curva. Arte fugaz.

El Renault de Fernando Alonso se hace trizas en el choque del asturiano en Indianápolis.
El Renault de Fernando Alonso se hace trizas en el choque del asturiano en Indianápolis.REUTERS

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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