La isla desierta
No vuelvan a preguntármelo: no quiero saber nada de elegir un libro para llevar a una isla desierta. Cuando fantasea con las condiciones de su pasión de leer, el buen lector nunca piensa en un libro. Piensa en una biblioteca. Porque la lectura empieza a valer la pena, como alimento y consuelo de los días y noches del náufrago que somos, cuando forma sistema, es decir, cuando la promesa de un libro se cumple en otro, y la de éste en otro más. Y la biblioteca es el sistema del lector. ¿Pero cómo salvar toda una biblioteca de un naufragio? Salvarla en una mudanza ya es bastante difícil.
Me irrita un poco la ignorancia que muestra esa pregunta, la insensibilidad a los delicados repliegues del alma de un lector. ¿De qué me serviría un solo libro? Aunque fuera un favorito, aunque fuera el Quijote, terminaría odiándolo, si falta el fondo tranquilizador de una poblada estantería. Alonso Quijano, sin ir más lejos, era hombre de biblioteca, no de libro. Él es un buen ejemplo, y más que ejemplo un modelo inaugural, de la índole sistemática del hábito de la lectura.
¿Cómo salvar una biblioteca de un naufragio? Salvarla de una mudanza ya es bastante difícil
Como me conozco, sé que al oír la pregunta querría hacer trampa: elegiría un libro que fuera muchos libros, de ser posible unas obras completas, por ejemplo las de Borges (Borges habría sido más tramposo todavía: habría elegido la Enciclopedia Británica, undécima edición). Y no me gusta hacer trampa porque la lectura, justamente, me ha acostumbrado al fair play; leer es un juego cuyas reglas son claras y se las obedece por puro placer. Además, no serviría de nada. Un solo autor, aun el preferido entre todos, no basta. El placer de la lectura se alimenta de la deriva y los ecos y los hallazgos. El mismo Borges, con ser un cosmos que puede colmar una vida de lector, quedaría mutilado sin De Quincey, por nombrar uno sólo de sus afluentes.
Y a partir de ahí, basta pensarlo un momento para darse cuenta de que una biblioteca tampoco bastaría. ¿O sí? No quiero ser injusto con ese perfecto instrumento de felicidad que es una biblioteca. Las hay inagotables, y la ecuación vida-libros marca los límites. Aun tratándose del más voraz de los lectores, aun exagerando, a dos libros por día, treinta mil libros alcanzarían de sobra (cincuenta años contienen dieciocho mil días). En realidad, alcanzaría con la tercera parte.
Pero no. Una biblioteca no alcanza porque allá en la isla no tendría cómo ampliarse, y a su espléndida acumulación de clásicos y modernos, por bien escogida que estuviera, le faltaría algo esencial: ese otro libro, quizá malo, quizá insignificante, con cuyo anhelo urgente expresamos la libertad de la gana o el antojo. En efecto, hay que tomar en cuenta la veleidad caprichosa, que es parte de la etología del lector, la curiosidad repentina e irrefrenable por la rareza bibliográfica, o la última novedad, o la antigualla. Lo que se desea es, por definición, lo que no se tiene. Para ese rubro el lector tiene las librerías, las de viejo y las de nuevo. Y en las islas desiertas no hay librerías, ni llega el cartero con la suscripción a las revistas con las que el lector se entera de lo que quería leer y no lo sabía. Y también serían necesarias otras bibliotecas con las que comparar la nuestra, bibliotecas no tan buenas como la nuestra (¡por supuesto!) pero útiles para definir ausencias y presencias. Recuerdo una frase tan famosa como injusta de Mark Twain: "Una biblioteca que no contenga libros de Jane Austen siempre será superior a una biblioteca que contenga libros de Jane Austen". (Pero en mi biblioteca estarán todas las novelas de la querida Jane Austen). ¿Cómo nos expresaría una biblioteca si no hay otras para examinar y envidiar y criticar? ¿Cómo saber si uno es un buen lector si no hay otros lectores con los que discutir gustos y preferencias?
Con cierta alarma, que empieza a justificarse, advierto que ni siquiera así alcanzaría. Aun superpoblando la isla desierta con una gran biblioteca y otras bibliotecas de contraste, y buenas librerías, y carteros, no sería suficiente. Porque la lectura es un aprendizaje; aunque la practiquemos sin ningún propósito utilitario, nos está enseñando a ver el mundo, y a entenderlo, y a orientarnos en él. Sin mundo, la lectura daría vueltas sobre sí misma en el vacío, y se haría fantasmal, quizá angustiante. De modo que tendría que haber ciudades, y trenes y aviones, selvas, elefantes, señoras ricas y niños pobres, un gato durmiendo en el marco de una ventana, un volcán en erupción, astronautas, filatelistas, supermercados... En los libros está todo, pero está como en un prisma que recibe la realidad, y la devuelve, y ese antes y después también es parte de la lectura.
Lo más grave es que en la isla desierta faltaría la Historia. Aunque estuvieran todos los libros que escribieron los historiadores, faltaría el proceso de participación en el tiempo humano que conforma las civilizaciones de las que nacen los libros. El punto de vista histórico, aun en la patética intrascendencia de la actualidad, pone en perspectiva el ejercicio de la lectura y le da sentido. O sea que también habría que pensar, si no en guerras y revoluciones, por lo menos en diarios, y hasta en la televisión. Y una vez que llega la televisión, ya no hay más isla desierta.
Y aun así, seguirán preguntando, y preguntándome: ¿qué libro se llevaría a una isla desierta? Y lo peor es que tienen cierto derecho a hacerlo. Porque después de mis más exuberantes fantasías de poblamiento, la isla se recompone, solitaria en la inmensidad del océano, símbolo perenne de la lectura y el lector. El problema de la pregunta consabida está en que no es una pregunta sino una metáfora, y no pide una respuesta sino una interpretación, es decir, una lectura; con lo que el círculo se cierra donde había comenzado, en la revelación de su redundancia. No es necesario elegir ningún libro para ir a ninguna isla; el lector es esa isla desierta superpoblada, esa metáfora de lo humano.
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