La evaluación de las políticas públicas: instituciones, incentivos y regulación
Antes de aumentar el gasto público en áreas como educación, investigación o infraestructuras, hay que revisar los objetivos que se persiguen, el diseño de las instituciones que van a administrarlo y las normas regulatorias.
Es una costumbre muy extendida, ampliamente utilizada en la elaboración de clasificaciones de países y en el debate político, que ha terminado por calar en la opinión pública, utilizar como indicador de atraso o desarrollo relativo el porcentaje del PIB que un país gasta en determinada actividad: servicios de salud, I+D, políticas activas de empleo, inversión pública y un largo etcétera. No dudo de que dicho porcentaje tenga un significado, pero me preocupa que se utilice tanto para fijar objetivos reivindicativos como para guiar la acción de los gobiernos.
Me preocupa, en primer lugar, por razones aritméticas. Si consideramos como objetivos -reivindicatorios o políticos- que un país dedique en porcentaje de PIB a gasto en I+D el que dedican los EE UU, en ayuda familiar el que dedica Irlanda, en ayudas a empresas el que dedica Japón, en ayudas a inválidos el que dedica Holanda, en formación profesional el que dedica Alemania..., el resultado es que se precisaría un PIB del 130%, lo que no resulta fácil. Además, teniendo en cuenta el elevado componente de gasto público que tienen todos estos programas, ello implicaría elevar la participación del mismo en el PIB por encima de toda cifra razonable.
Es imprescindible una evaluación posterior de las políticas de gasto público
Pero, como economista, me preocupa por otro tipo de motivos. La idea simple que trato de explicar es que antes de que un Gobierno decida aumentar el gasto en una actividad concreta, debería evaluarse cómo se está gastando el más o menos magro porcentaje que ya dedica a esa finalidad y cuál es la eficacia de dicho gasto.
En términos algo más técnicos, la idea es que el dinero público se gasta a través de instituciones, con arreglo a unas normas legales, y que su objetivo directo o indirecto es crear incentivos para que los agentes económicos se comporten de la forma deseada. Es decir, que las empresas sean más activas en I+D, los centros educativos formen mejor, la creación de empresas sea más fácil, los niveles de salud sean mayores, los parados busquen más activamente empleo o sea más fácil compatibilizar vida familiar y profesional.
¿Por qué el ejercicio de evaluar cómo y con qué eficacia nos gastamos el dinero público? Aparte la obviedad, no por ello menos importante, de que ese gasto lo financiamos con nuestros sueldos, porque creo en la hipótesis de que lo que gastamos no siempre nos lo gastamos a través de instituciones bien diseñadas para el objetivo que persigue el gasto, ni disponemos del marco jurídico y regulatorio más apropiado, ni los instrumentos en que se materializa el gasto son los más adecuados para la finalidad que se persigue y, por ello, la eficacia de nuestro gasto es manifiestamente mejorable.
La idea de la importancia del marco institucional y regulador y de los incentivos se puede ilustrar con numerosos ejemplos:
1. Antes de tratar de gastar el 2% del PIB -en vez del 1%- en I+D+i para alcanzar la media de la UEM (o del 3% para "igualarnos" a EE UU), sería mejor preguntarnos por qué en Francia por cada euro de gasto público hay 1,8 de gasto privado y en España sólo 1,2. Es cierto que el gasto privado depende en buena medida de la composición de la industria, pero esta diferencia ¿no se deberá también a que los criterios para decidir en qué se gasta se fijan de forma distinta? ¿A que las relaciones entre el sector público y las empresas son diferentes? ¿Será que el reparto de riesgos en las acciones concertadas es distinto? ¿O que el retorno de investigadores formados en el extranjero no es el mismo?
2. Antes de dedicar más dinero público a la educación, sería útil saber cuál es el eslabón prioritario del sistema, concentrar los esfuerzos en él y llegar a un acuerdo duradero sobre qué debe enseñarse, a qué edades y cómo. ¿Alguien cree que simplemente gastando más dinero con el mismo marco organizativo, los niños -y no tan niños- españoles mejorarían apreciablemente sus conocimientos de matemáticas o su afición por la lectura y dejarían de cometer faltas de ortografía básicas en los últimos años de la Universidad?
3. Antes de seguir gastando ingentes sumas en AVE, ¿no sería mejor tener claro el modelo de transporte de este país para las próximas dos décadas? ¿No resultaría rentable analizar si los mecanismos de contratación son los más adecuados? ¿No sería sensato saber si el reparto de riesgos entre sector público y privado es el más eficiente?
4. Antes de decidir aumentar nuestro porcentaje de gasto dedicado a formación y cualificación de parados, ¿no sería mejor preguntarse si las decisiones deberían estar en la práctica en manos exclusivamente de patronales y sindicatos? ¿Quizá fuera útil preguntarse por qué el diseño institucional del Inem no es eficaz para recolocar a parados?
5. Antes de decidir igualar el porcentaje de PIB que el Reino Unido dedica a su sistema nacional de salud, sería mejor preguntarnos por qué nuestro gasto farmacéutico y en tecnología sanitaria es muy superior, sin por ello lograr mejores índices de eficiencia. ¿Será porque los agentes que determinan el gasto (médicos, gerentes) están regulados de forma distinta? ¿Porque la política de compras global es diferente? ¿Porque la confección de las listas de medicamentos recetables y tecnologías adquiribles sigue otros criterios y está sometida a distintos controles?
6. Antes de poner en marcha un ambicioso programa de vivienda, ¿sería útil dedicar esfuerzo a determinar con nitidez los objetivos? ¿A diseñar un sistema de reparto de riesgos entre beneficiarios-constructores-sector público? ¿A conocer los efectos reales de los distintos incentivos fiscales, financieros..., sobre la decisión de comprar o alquilar y sobre los precios?
Los ejemplos propuestos, que se podrían multiplicar hasta escribir un libro, son todos relevantes. Porque de nuestro nivel tecnológico y educativo, y también de nuestras redes de transporte, depende buena parte de la capacidad de crecimiento potencial y futuro; porque la formación de los parados y su empleabilidad es un elemento esencial para acabar con la temporalidad y segmentación del mercado de trabajo; porque un buen sistema nacional de salud universal no sólo genera efectos externos positivos, sino que constituye un logro social irrenunciable; porque facilitar el acceso a la vivienda en una situación como la española no sólo ayudaría a romper un estrangulamiento básico de nuestra economía, sino que mejoraría la inserción real en la sociedad y el bienestar de quienes ahora no pueden acceder a ella.
Además de la correcta definición del marco de actuación y la política a realizar, es imprescindible llevar a cabo una evaluación posterior a su puesta en marcha, porque la evaluación ex post rigurosa constituye un elemento fundamental de disciplina del gasto y de transparencia, y una guía de gran valor para mejorar el diseño de las políticas públicas y, por tanto, para gastar el dinero de forma más eficiente, lo que no sólo implica minimizar costes, sino también lograr los objetivos perseguidos con los instrumentos adecuados.
Me parece que en algunas de las actividades mencionadas habrá que gastar más dinero público (y, en algunas, también privado), pero estoy convencido de que se podría ahorrar dinero (público y privado) en muchas otras si antes de aumentar el gasto se revisaran los objetivos que se persiguen, el diseño de las instituciones que van a administrar el gasto y las normas regulatorias. Y si los planes generaran los incentivos necesarios para que todos los implicados consideraran beneficioso comportarse como el programa de gasto supone.
Julio Segura es catedrático de Fundamentos de Análisis Económico de la Universidad Complutense de Madrid.
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