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Columna
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El maletín

Rafael Argullol

Aunque se hace difícil elegir en una exposición tan exhaustiva como En guerra (actualmente en el CCCB), hay cinco piezas que quisiera destacar por razones muy distintas. La primera es un dibujo de Guillaume Apollinaire realizado por Picasso en 1916. El poeta tiene la cabeza vendada a causa de las heridas causadas por la explosión de un obús en la trinchera donde combatía durante la I Guerra Mundial. Jean Cocteau y Jean Hugo también dibujaron a Apollinaire herido, un acontecimiento que impactó en los ambientes de la vanguardia artística en un momento en que la guerra europea había ya matado a varios de sus exponentes. Junto al dibujo de Picasso la presencia del casco militar agujereado del escritor otorga una inquietante verosimilitud al retrato.

La segunda es también un retrato, pero de Hitler, pintado por Hubert Lanzinger y requisado por el ejército estadounidense tras la derrota del Tercer Reich. Frente a la imagen melancólica del dibujo picassiano esta muestra del arte oficial nacionalsocialista es una exaltación de la figura del "caudillo de pueblos" con una iconología que se remonta fácilmente al condottiere ecuestre del Renacimiento. El voluntario tono arcaizante llega al extremo de presentar a Hitler como un caballero provisto de una rígida armadura. Pero esta obra apenas tendría significado en nuestros días sin la herida real que aparece en la mejilla del Führer, originada, en su momento, por el bayonetazo de un soldado norteamericano que se vengó así, en una pintura, de su propio sufrimiento. Una herida simbólica que, por así decirlo, da artisticidad a un cuadro que, sin ella, no tendría ningún valor.

El tercer componente de esta pequeña antología también tiene muy en cuenta el peso de la tradición icónica y la capacidad del arte para moldear la realidad. Se trata de una obra realizada por Adi Nes en 1999, procedente de la Dvir Gallery de Tel Aviv. En ella el efecto desasosegante es la consecuencia de la sustitución de Jesús y los apóstoles por soldados israelíes en un ambiente que reproduce con gran exactitud el de La Última Cena de Leonardo da Vinci. Evidentemente, en este caso es el recuerdo de la obra de éste, y el consiguiente choque suscitado, el fundamento en el que se apoya la provocadora paradoja de Adi Nes.

La cuarta pieza es la foto célebre de un paisaje en el que la guerra actuó de terrible escultor: Dresde completamente destruida por la aviación aliada en 1945 es observada por una figura que se inclina, a punto de saltar, sobre el laberinto de escombros urbanos. Se ha dicho que es un ángel el que observa, pero no ha faltado quien, desde la inicial difusión de la fotografía, sostuvo que se trataba de un demonio porque sólo un demonio hubiera podido mantenerse incólume entre tanta desolación. Ángel o demonio -como los ángeles y demonios de los desastres renacentistas-, era difícil encontrar un mayor exterminio a sus pies. Sin embargo, es la última pieza, la aparentemente obvia en una exposición sobre la guerra, la que tal vez es más turbadora. Se trata de una maleta o, más precisamente, de un maletín médico. No sé si alguna vez se ha hecho una exposición dedicada exclusivamente a la maleta, pero si no se ha hecho debería hacerse en homenaje a esta metáfora esencial del mundo moderno. Ciertas maletas, por el renombre de sus antiguos usuarios, han sido exhibidas al público. Recuerdo las de Walter Benjamin, Bruce Chatwin y Lawrence de Arabia. Pero no hace falta que el personaje al que se asocian sea distinguido. Las más impresionantes son aquellas viejas maletas anónimas que yacen al fondo del desván o junto al contenedor de la esquina: atestiguan vidas y contienen épocas.

Ese maletín médico, quizá de piel de cocodrilo, perteneció a Magda Goebbels, la mujer del ministro de Propaganda nazi, y procede del Museo Militar de San Petersburgo, un trofeo -como tantas piezas en tantas exposiciones- integrado en el botín de los vencedores. En el maletín Magda llevaba el veneno que acabó con la vida de sus hijos antes de suicidarse, con su marido Joseph Goebbels, en el búnker de Berlín. Este acto retrotrae a la tragedia griega por su patetismo, pero se le ha dedicado una atención oblicua, atrapada en la cadena de aberraciones del nacionalsocialismo.

No obstante, si se examina con detenimiento el maletín se comprobará que, encerrado en la hermosa piel gastada, se halla todo un mundo y que al transportar esa maleta de un lado a otro transportamos los diversos ingredientes del drama. El envenenamiento materno de unos niños inocentes tiene más fuerza a través del tiempo que todas las fanfarrias del crepúsculo de los dioses. Y mediante el rastro invisible del veneno podemos llegar fácilmente a los rastros visibles de la destrucción que se apoderó de Alemania y, desde ella, del continente europeo entero. Es aconsejable, por tanto, no abrir esta maleta.

Al abrirla se harían vivos todos esos paisajes que ahora la rodean en las paredes y mamparas de la exposición, y de los que el acto de Magda Goebbels constituye una funesta quintaesencia. Claro que también las otras piezas de nuestra pequeña antología pueden volverse escenas revividas en las que reaparecen el dulce ángel exterminador de Dresde, el cuchillo en la mejilla de Hitler o los apóstoles de Leonardo da Vinci tratando de recuperar los asientos usurpados por los soldados.

Quizá incluso podamos volver a oír el obús que pronto causará la herida en la cabeza de Apollinaire, que está leyendo despreocupadamente el periódico en la maldita trinchera en que le ha metido la guerra.

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