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Columna
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Atlántida

En 1923, cuando aún existían rincones de la Tierra que no desentrañaba ningún mapa, un destacamento de exploradores británicos rastreaba las profundidades del continente africano. Al final del día, después de una agotadora jornada de registrar accidentes, linderos de selvas y cauces de ríos para el servicio cartográfico de Su Majestad, los exploradores decidieron regresar a su campamento. En realidad el trabajo no estaba terminado: habían dejado de lado una colina para volver a su refugio de hamacas y mosquiteros, y ahora un incómodo vacío les aguardaba en aquella zona de los planos que sus pies se encontraban demasiado cansados para hollar. Al día siguiente la expedición proseguiría su marcha por las entrañas de África, el campamento sería levantado y no tendrían ocasión de volver a investigar; consciente de lo que se esperaba de ellos, uno de los exploradores tomó de un libro la ilustración de la cabeza de un elefante, la recortó y usando su silueta dibujó la colina que faltaba en la esquina superior izquierda de la carta. Esa colina que no existe, que jamás ha existido ni podrá existir puede contemplarse todavía, con su vago contorno craneano, en el ángulo noroeste de la página 17 de la serie cartográfica 1:62,500, que el Real Instituto Geográfico Británico publicó con el título África: Costa de Oro.

En 347 antes de Cristo, Platón, ya enfermo, emprendía la redacción de su diálogo Critias, en el que se describe una isla llamada Atlántida que constaba de varios círculos concéntricos de rocas y murallas, que fue sede de una civilización vetusta y exquisita erradicada por un cataclismo 500 años antes del nacimiento de Platón. Y, en fin, en 2004 un equipo de científicos de la Universidad de Wuppertal, con el doctor Rainer Kühne a la cabeza, acaba de determinar gracias a la fotografía aérea que la Atlántida, sus círculos y sus habitantes se encontraban emplazados en cierto sector de la provincia de Cádiz que linda con Sevilla, llamado marismas de Hinojos.

Estas dos historias son paralelas, simétricas y contrarias, como la mano derecha y la mano izquierda, como un verso y su duplicado en el espejo. En ambos casos la enseñanza parece la misma: el universo consiste en un edificio mucho más caótico, confuso y ambiguo que esa sucesión de habitaciones perfectamente distribuidas que quiere presentarnos la ciencia. Porque es la ciencia la protagonista de las dos parábolas: la de la invención de un lugar que carece de referente, la del hallazgo de un referente que carece de lugar. El anónimo cartógrafo y Platón fantaseaban de igual manera al componer sus atlas, y seguramente habrían dedicado la misma sonrisa de falsa incomodidad a quien les hubiera hecho notar sus incongruencias con la realidad: la Atlántida no existe, como no existe esa colina en forma de elefante del explorador británico, es decir, no existen como un lápiz, un manojo de llaves ni el sonido que produce una moneda al caer. Por eso, doctor Kühne, dedicarse a buscarla entre las viejas basuras de nuestro pasado constituye un peligroso error: pueden acusarle de no merecer mayor crédito que un prestidigitador y temer que mañana, azuzado tal vez por una vaga nostalgia, emprenda usted una expedición en busca de los ángeles.

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