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Columna
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Ausente lluvia

Algo muy grave, extraordinario, ha ocurrido ante nuestras narices de lo que no parecemos conscientes en esta ciudad. ¿Recuerdan el romance de Abenámar, Abenámar, cuyo nacimiento estuvo asistido por grandes señales, luna crecida, mar en calma? Pues relacionado con la climatología se produjo este año un acontecimiento singular que ha pasado inadvertido y sobre el que no se han pronunciado los arúspices, quizás porque sea cargo amortizado de un antiguo régimen. La semana pasada se inauguró en Madrid, como en años anteriores, la Feria del Libro, en cuyo acto inaugural estuvo siempre presente la lluvia, que descargaba con violencia, casi con pasión, sobre la muestra libresca y los cariacontencidos autores, fuera en el paseo de Recoletos o en las umbrosas avenidas del Retiro. Pues este año, a lo largo de los días recién pasados, las nubes han amagado pero apenas ha rociado sobre las casetas, ni fecundado con sus aguas lustrales el evento literario. La defección desasosiega a más de uno, que otea los cielos en busca del fiel síntoma meteorológico. Había librero que se asomó a la ventana cada mañana, con la preocupación que el mayoral dedica al estado del ruedo antes de la corrida. También me recordaba, en el remoto pasado, la mirada que hacia lo alto dirigía el regente de la imprenta de los grandes diarios, para calibrar la tirada. Si iba a llover se acortaba. Unos cielos republicanos descargaron casi todo el día de la boda de los príncipes.

Me ha parecido como una sutil traición a la esencia cervantina, una ausencia descortés e inesperada. O quizá significa todo lo contrario, el signo de paz y amor entre el espíritu de las tormentas y el genio de Alcalá de Henares. Don Miguel de Cervantes Saavedra le dedicó poca atención a Madrid, que ya era Corte en sus tiempos.

Que yo recuerde, el hidalgo aventurero menospreció a la capital. Eso sí, alargó su andadura hasta Barcelona, como si allí se le hubiera perdido algo. Pasa Cervantes la adolescencia formativa en Sevilla y en Salamanca, sienta plaza de soldado y reside en Madrid cuando entra al servicio del cardenal Acquaviva, legado del Papa, en cuyo séquito le acompaña, con 23 años floridos, a Roma, su ventura y la de sus conmilitones de los Tercios y demás tropas imperiales. Un año después embarca en la galera Marquesa y va a dar en el follón de Lepanto, donde recibe un arcabuzazo en el pecho y otro en la mano izquierda, de la que resulta lisiado de por vida. Una existencia aventurera la de Don Miguel, tan atareado que ni tiempo tuvo para redactar sus memorias, rebosantes de jugo, sin duda. Vivió hasta los 69 años, buena edad en aquella época, y si fuera posible convocarle a una sesión de espiritismo, me gustaría preguntarle si, en sus correrías toscanas, conoció a Don Juan Tenorio. Probablemente no, porque hubiera escrito algo sobre aquel tipo, aunque literariamente encajaba en sus esquemas y, con retoques, habría encontrado cabida en las moralizantes Novelas ejemplares.

Alguna cuenta debía tener pendiente Cervantes con Madrid, tan esquivado en toda su producción imaginativa, que fue amplia y profunda. Recorrió buena parte de España como alcabalero real, acuciando a los contribuyentes remisos. De ese contacto con la sociedad de sus días extrajo la singular experiencia que luego llevaba a las imprentas, si bien conocía, como hombre avisado que era y siempre urgido por la falta de dineros, que a los lectores les agradaba más la fantasía poscaballeresca que las realidades, sólo asumibles por la filosófica cazurrería de Sancho Panza.

Puede que por ese desvío hacia Madrid lloviera siempre justo el día que se inauguraba la Feria del Libro y sucesivos, como desquite hacia el desaire. Téngase en cuenta que el acontecimiento tiene siempre la fecha movible de la última semana de mayo, un mes más tarde del fallecimiento del hidalgo escritor que en Madrid está enterrado. También cabe interpretar que se desgarran las nubes por el luto de su muerte y así lo celebran. No sé a qué es debida la ausencia de lluvia en esa fecha, cuando la primavera mesetaria se muestra cambiante y antojadiza, desparramando fríos y calores sin orden ni concierto. Vean las esquelas que publican los periódicos, más abundantes en estas fechas en las que el frío súbito nos sorprende sin la camiseta que nos quitamos la víspera. Ya pasó el 40 de mayo florido, que tuvo sus ramalazos abrileños y tampoco era de mucho fiar.

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