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Tribuna:FÓRUM DE BARCELONA | Opinión
Tribuna
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¿Cultura o sociedad?

El Fórum 2004 se define por ser el Fórum de las Culturas. En sus campañas, la palabra cultura surge por doquier. El alcalde de Barcelona, Joan Clos, nos dio recientemente una pauta esclarecedora de cómo se concibe aquélla: "Todo es cultura; la ciudad es cultura; incluso una planta de reciclaje es cultura". En paralelo, Ferran Mascarell, concejal de Cultura de Barcelona y vicepresidente del Fórum 2004, sostuvo en un reciente artículo que la cultura es "constituyente de nuevos modos de vivir".

En pocas palabras, lo que se propone es la cultura como órgano fundacional de lo social. Desde un punto de vista sociológico o antropológico, es verdaderamente sorprendente esta afirmación, cuando menos porque éstos han constatado que la cultura es el compendio complejo de una serie de comportamientos sociales que finalmente (o no) pueden constituir un estadio cultural, pero nunca al revés. Es la constante negociación entre los diferentes usos y prácticas en un contexto lo que define una cultura, pero nunca se ha visto que las sociedades nazcan de un sustrato cultural ya predeterminado. Por otra parte, se argumenta que la cultura genera la novedad. Esta posición nos introduce plenamente en el camino de la perplejidad. ¿No es lo nuevo el resultado de prácticas, usos, errores, intentos, casualidades, contextos e intuiciones, todos ellos muy lejanos de estar sometidos a ninguna ley específica? Es con la codificación generalizada de determinadas prácticas, que esos zigzags acaban siendo modelos culturales, pero nunca al revés.

En consecuencia, el Fórum 2004 parece estar definiendo la cultura en relación con el pasado y con el futuro. Con el pasado porque de este modo es posible convertir en museo el devenir del presente; y con el futuro porque fijando lo que ha de acontecer se establece el presente como utopía previsible y etiquetable, como forma de legislación sobre la novedad y la herejía, de manera que no pueda darse la desviación o la deriva. Las prácticas sociales que cada día se producen son momificadas, al menos como iconos, al interpretarlas culturalmente, porque muchas de esas prácticas, incluso conscientemente, no quieren ser cultura. Si una depuradora de aguas es cultura, si todo es cultura, entonces, ¿lo es también la especulación inmobiliaria?, ¿o las cargas policiales?, ¿lo es también el inmigrante que hace cola para conseguir los papeles?, ¿son esas prácticas actos conscientes por parte de individuos en pos de un acto cultural? Ciertamente no. ¿Es cultura el acto de atracar de un quinqui?, ¿o el palo que pega un yonqui para conseguir un pico? A posteriori, los artistas Carlos Saura, Jean Genet y William Borroughs, entre otros, han convertido todo ello en cultura, pero ¿podemos establecer que aquellos actos originales perseguían declararse como discursos culturales? Por supuesto que no. Bandas de música como los Dead Kennedys no estaban precisamente por una labor de consenso cultural, aunque posteriormente ellos mismos se autoglorificaran como iconos culturales. Los grafiteros o los raperos (tan utilizados en los vídeos del Fórum 2004) en absoluto se expresaron en sus inicios como modeladores de una cultura. Se trataba simple y llanamente (pero nada más y nada menos) que de prácticas sociales concretas, resultado de unas circunstancias contextuales específicas. Cuando muchos jóvenes comenzaron a inventar determinados sonidos e imágenes en perdidos locales de periferia, nadie tenía en mente un discurso cultural, aunque con el tiempo se le llamara a todo ello "cultura club". Muchas entidades de denuncia e incluso humanitarias no han surgido como formas de consenso, sino como antagonismos al mismo. No, no todo es cultura, pero sí todo es sociedad.

Un buen ejemplo de la comercialización político cultural de lo social se puede percibir en la forma en que la idea de la paz está siendo gestionada en Barcelona. En los días de las grandes manifestaciones en contra de la guerra en Irak, las personas que acudieron a ellas lo hicieron, en su inmensa mayoría, convocadas por sí mismas. Aunque algunos medios de comunicación también promovieron el acto, se trató fundamentalmente de un actitud espontánea de la gente, no de una operación orquestada por instituciones y entidades. En los días posteriores, el Ayuntamiento de Barcelona comenzó a capitalizar todo ese caudal de sentimientos populares mediante eslóganes como Barcelona, la ciudad de la paz. Indudablemente, debemos sentirnos contentos de que nuestros representantes políticos adopten nuestras mismas direcciones en unos asuntos como la guerra y el derecho internacional, pero al mismo tiempo escuece observar cómo esa dinámica es secuestrada por el poder para convertirla en logotipo electoral o en atracción turística. Anonada ver cómo el poder devuelve a los ciudadanos los argumentos expresados por éstos, pero con el marchamo de la legitimación.

Los representantes municipales nos hablan de "una cultura de la paz" cuando en realidad lo que debería negociarse es una "sociedad de la paz". Mediante la apelación a la cultura, la ciudad se convierte en un parque temático de la propia paz, que deja cada vez más inoperativos los mecanismos originarios que hacen que la paz sea posible. Lo social es convertido en cultura. La disensión se modela en consenso. De la misma forma que las instituciones y los individuos dijimos entonces no a una guerra en nuestro nombre, ahora deberíamos exigir a las primeras que no comercialicen nuestra vida social, nuestras diferencias y nuestras disensiones, que no nos conviertan a todos en cultura: desde luego, no en nuestro nombre. La cultura, así entendida, es consenso, desactivación de los opuestos; la sociedad, en cambio, es disensión, multiplicidad y complejidad. Los gestores públicos deben entender que el nudo de una cuerda sólo se puede deshacer si se estira desde ambos extremos. Si el nudo se deshace tirando de un solo lado, entonces estamos frente al ilusionismo.

Jorge Luis Marzo es crítico de arte.

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