Lo cotidiano, sin privilegios
Lo cotidiano suele tener hoy muy mala prensa. Resulta sórdido, pequeño, banal, subjetivo, en comparación con la magnitud de los retos del presente. ¿Quién se va a poner a hablar de nuestro revoltijo ciudadano cuando sobre nuestras cabezas pende la amenaza real del terrorismo nuclear, que estremece ahora mismo a las cancillerías responsables del mundo? El alcance de lo global, con todo, no impide que lo local pueda alegrarnos o amargarnos la vida, al igual que los esforzados fastos del Fórum no sirven para evitar el encontronazo con la realidad diaria, a pie de calle, en esta Barcelona de nuestros amores y rencores.
Aquí, como en cualquier otra parte del mundo, la gente sale a la calle cada día a luchar por llegar incólume a final de mes y ganarse las alubias, como antes se decía; hoy nos conformamos con una hamburguesa. Que la vida está difícil se ve en el tráfico: una autoridad en la materia me reconoció hace poco que, efectivamente, hacia el día 15 de cada mes se observa en Barcelona una fluida circulación rodada, no hay atascos. El motivo es claro: la gente recorta gastos en gasolina y deja el coche quieto. Una obviedad de nuestra cotidiana dinámica. La vida misma.
En esos 15 días de finales de cada mes, muchos ciudadanos se transforman en peatones atletas y consumidores voluntarios de televisión (espectáculo que es, teóricamente, gratis). Andar es bueno, mejora la salud y nos prepara para ser esos barceloneses del futuro que preconiza el Fórum: todos en bicicleta. Pero no consumir resulta -todo el mundo lo sabe- que no es tan bueno para la salud económica colectiva. Pura paradoja del día a día.
Éstas son cosas que se aprenden, se observan, andando por la calle, hablando con gente. ¡Gran fuente informativa esa gente para entender la ciudad! En mi barrio están con la mosca tras la oreja por dos cosas concretas y banales. Una es la grúa municipal que habita entre nosotros y se dedica a levantar los coches que tiene más a mano y no los que realmente molestan la circulación. Una grúa que hace un trabajo selectivo a su comodidad, no a la de lo que se concibe como servicio público. Como observadora permanente de este fenómeno doy fe.
También doy fe de los paseos matutinos de la Guardia Urbana motorizada, muy preocupada, a las once de la mañana de un día cualquiera de final de mes sin circulación alguna, de filmar coches privados, aparcados en segunda fila apenas unos segundos, para dejar un paquete grande en la tintorería o recoger una medicina en la farmacia. La gente de esos coches -a veces venerables viejecitos- infringe el código a su pesar: ¿qué hacer con los paquetes o las urgencias? Los 50 o más euros de multa caen implacables, como moscas cojoneras, sin avisar: los guardias filman y sentencian a su comodidad, invisibles para el ciudadano como el ojo de Dios. Estos infractores -barceloneses que no moverían el coche si no tuvieran verdadera necesidad, pero ¿a quién le importa eso?- han tenido la desgracia de estar en el trayecto de salida de los guardias del vecino cuartel de Sarriá. Mientras esto sucede, no es raro que, en la estrecha calle de al lado, un camión de reparto organice un atasco de cuidado: nadie lo multa, ningún guardia aparece. Así un día tras otro.
La vida cotidiana entre nosotros es monótona y arbitraria. Quien habla de estas cosas prosaicas parece portavoz de la reacción o alguien en busca de privilegios imposibles. Hoy los privilegios están del lado de los que aplican las leyes a su antojo y se proclaman, quizá con toda buena fe, servidores públicos. ¿De dónde habrán sacado esa idea de que el ciudadano, sin excepción posible, es un enemigo en potencia, un infractor nato? Lo cotidiano es una caja de sorpresas, un retrato preciso del quién es quién y del alcance fatal de las debilidades democráticas más hondas. Lo cotidiano es mejorable, pero nadie lo dice.
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