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Crónica:NUESTRA ÉPOCA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Tras los 'vulcanos'

Timothy Garton Ash

Irak representa, tal vez, el fin de la actitud unidimensional de EE UU ante el poder. ¿Qué podemos hacer para ayudar a que sea así? Irak se ha convertido en una derrota desastrosa para EE UU y el Reino Unido. Todo lo que se discute en la actualidad se reduce, en definitiva, a cómo controlar los daños. El Gobierno de Bush invadió Irak basándose en unas informaciones que resultaron ser falsas. Ha transformado la ocupación en un caos. Ha hecho que haya más amenazas terroristas que antes. Ha avergonzado a los estadounidenses con las torturas llevadas a cabo por los militares en Abu Ghraib. Ha provocado oleadas de antiamericanismo en todo el mundo. Y se ha dejado distraer por una acción de enormes dimensiones y carísima, que ha impedido hacer frente a los acuciantes problemas existentes en América y Europa, como la pobreza, el calentamiento global y la verdadera lucha contra los asesinos de Al Qaeda que cometieron los atentados de Nueva York y Madrid. Aun en el caso de que la situación en Irak acabe por mejorar, EE UU tendrá que seguir respondiendo a esta acusación.

El factor decisivo de la invasión fue el deseo de Bush de defenderse atacando, más que el petróleo y la expansión de la democracia en Oriente Próximo
Los franceses deberían decir que su oposición a Bush no es una oposición a EE UU, y Blair debería explicar que apoya a EE UU, no a Bush
Lo que a las madres de Estados Unidos les gustaba de Bush era que les habían golpeado y él decidió devolver el golpe. Sabía mandar. Sabía golpear

Todo el mundo se pregunta: "¿Qué ha supuesto EE UU para Irak?", pero la pregunta fundamental es: "¿Qué ha supuesto Irak para EE UU?". Desde luego, le ha supuesto la redefinición, en una nueva era de la política mundial. ¿Pero en qué sentido? Existe una interpretación pesimista que considera que los especialistas del ejército estadounidense en Abu Ghraib son figuras representativas, heraldos de una potencia más perversa e incivilizada. Sin embargo, hay otra respuesta un poco más optimista: Irak puede ser el principio del fin del vulcanismo.

Vulcano, el herrero olímpico, que suministraba rayos a los dioses, es el nombre que se dieron a sí mismos los miembros del equipo de política exterior de Bush cuando se disponían a tomar posesión. Como muestra el autor estadounidense James Mann en su magnífico libro Rise of the Vulcans, los principales miembros del equipo de Bush tenían varias cosas en común. Se habían formado en el estudio o el ejercicio de la fuerza militar. Desde el primer momento creyeron en aprovechar el impulso obtenido por el final de la guerra fría para establecer la supremacía incontestable del Ejército estadounidense. En su mayoría, estaban convencidos de que había que hacer un uso decidido de la fuerza militar para difundir los "valores americanos" y luchar contra el "mal", definido desde un punto de vista enérgicamente cristiano. Y pensaban que EE UU no debía dejarse agobiar demasiado por aliados, tratados ni organizaciones internacionales. Vulcano no necesitaba a nadie.

Por supuesto, había ciertas diferencias importantes entre ellos. Quienes habían luchado en la guerra de Vietnam, como Colin Powell y Richard Armitage, eran los más reacios a enviar soldados estadounidenses a un nuevo conflicto. Quienes habían logrado librarse de ella, como el propio Bush y el vicepresidente Dick Cheney, estaban más dispuestos a ordenar que otros hicieran lo que no habían hecho ellos. Los soldados preferían la diplomacia; los hombres de negocios metidos en política, la guerra. No obstante, este vulcanismo definió la actuación del Gobierno de Bush desde el principio. Y desde la primera reunión del Consejo Nacional de Seguridad de Bush, varios meses antes de los atentados del 11-S, ya hablaron de Irak.

Eso hace que mucha gente se apresure a decir que "lo habrían hecho de todas formas". Pero no es lo que parece deducirse de los extraordinarios relatos publicados, en los últimos tiempos, por personajes que vivieron los acontecimientos desde dentro, como el ex jefe supremo de la lucha antiterrorista, Richard Clarke, y el ex secretario del Tesoro Paul O'Neill; ni tampoco del libro-reportaje de Bob Woodward, un hombre de fuera pero con numerosos contactos en la Casa Blanca. Más bien da la impresión de que la invasión de Irak fue una reacción típicamente vulcánica a la sensación real, creada por los atentados del 11-S, de que EE UU estaba en guerra. Bush insistió en contar con un plan de guerra contra Irak, y luego tuvo dudas. Quiso que los responsables de los servicios de información le confirmaran que Sadam, verdaderamente, poseía armas de destrucción masiva; "segurísimo", le dijo el director de la CIA, George Tenet. Y, por desgracia, Tony Blair reforzó esa opinión.

Es evidente que el ansia de petróleo tuvo algo que ver, como también tuvieron que ver los planes neoconservadores para llevar a cabo una revolución democrática en Oriente Próximo; pero parece que el factor decisivo, a la hora de la verdad, fue el deseo instintivo del presidente de defenderse atacando. A quien, en cierto modo, era secundario. Sadam era el blanco más visible, persistente y provocador, nada más. Como me dijo en Washington una típica madre de familia, eso era lo que les gustaba de Bush a las madres en todo Estados Unidos. Les habían golpeado, y él había decidido devolver el golpe. Sabía mandar. Sabía golpear.

Las cosas han cambiado. Ahora es el propio Bush el que recibe los golpes. Las botas que fueron a la guerra llenas de confianza son, hoy, botas vacías repartidas por el césped delante del Capitolio, alrededor de 800 pares colocados por manifestantes antiguerra como símbolo de los muertos estadounidenses en Irak. A las madres no les gusta la situación. El índice de aprobación de Bush ha caído al 41%. Ahora no se habla más que de aliados, resoluciones de la ONU, transferencias de poder; y en privado, de una "estrategia de salida". Pasará mucho tiempo antes de que EE UU vaya a repetir lo de Irak. Y Bush sólo puede decir, como hizo el lunes por la noche, que "envié soldados estadounidenses a Irak para defender nuestra seguridad". Resulta fácil decir que esta afirmación no era más que una mentira descarada. Seguramente, en cierto sentido, es una verdad subjetiva. Pero es evidente que suscita dos preguntas muy claras y concretas: "¿Por qué el Irak de Sadam era una amenaza para la seguridad de EE UU?", y "¿en qué ha mejorado la seguridad el envío de soldados?".

El final del vulcanismo, si ese es el resultado del desastre de Irak, no significa ni debe significar que termine la presencia del poder militar estadounidense en el mundo. Significa el fin de una fe unidimensional, unilateralista y evangélica en el poder militar de EE UU como clave fundamental de la política mundial.

Lo que tenemos que preguntarnos ahora los europeos es cuál es la mejor forma de ayudar a Vulcano a dejar el escenario. Jean-Marie Colombani, de Le Monde, autor del famoso titular Todos somos americanos tras los atentados del 11-S, dijo hace poco, ante las atrocidades de Abu Ghraib, que Donald Rumsfeld nos ha convertido a todos en "no-americanos", y expresó su resuelto apoyo a John Kerry. Era un artículo magnífico, incisivo, fundamentalmente acertado en su análisis, pero me temo que el vibrante apoyo francés a Kerry puede suponerle varios miles de votos a George W. Bush.

Nos acercamos a una posición lamentable en la que se va a identificar la "vieja Europa" de Rumsfeld, la alianza de Francia y Alemania contra la guerra de Irak, con Kerry, mientras que los aliados de EE UU en el conflicto, como Tony Blair y el presidente polaco, Aleksandr Kwasniewski, se aferran a Bush. En estos momentos, Blair supone una ventaja electoral para Bush y Chirac es un inconveniente para Kerry. Sin embargo, por lo menos, los franceses deberían decir con más claridad que su oposición a Bush no es una oposición a EE UU, y Blair debería explicar que apoya a EE UU, y no a Bush.

En última instancia, las elecciones, cruciales para Europa -no las elecciones europeas del próximo mes, sino las de EE UU, el 2 de noviembre-, las decidirán los estadounidenses por motivos nacionales. Y es posible que el factor decisivo no sea ningún lío en otro país, ni siquiera la economía, sino la candidatura de Ralph Nader, que seguramente le quitará a Kerry votos fundamentales para ganar a Bush, igual que le hizo a Al Gore en el año 2000. Ojalá se retirara Nader.

Ahora bien, el caso es que Nader es, en muchos aspectos, verdaderamente europeo. Y tengo la impresión de que a la Unión Europea le está resultando difícil encontrar un nuevo presidente para la Comisión. ¿Por qué no matamos dos pájaros de un mismo tiro? Si de verdad queremos ayudar a que los vulcanos se retiren del escenario estadounidense, nombremos a Ralph Nader presidente de la Comisión Europea.

Traducción de M. L. Rodríguez Tapia

Protesta contra la guerra de Irak en Los Ángeles.
Protesta contra la guerra de Irak en Los Ángeles.AP

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