Colgados del cielo
Yo también, respetadme, he estado colgado en Cuenca. Comí perdices, las mismas de Jockey, las mismas de la principesca pareja e invitados. Los plebeyos tenemos eso, las podemos disfrutar a
Pie de barra. Lo suelo hacer en la misma barra de todas las primaveras, me gusta. Un democrático real placer. Perdices escabechadas por dos taberneros, dos hermanos conquenses, Ángel y Rafa, dos niños grandes que en los años sesenta veían la tele y soñaban con vivir en La Ponderosa. Es decir, unos medievales, de la edad media del franquismo. Los mismos años en que se casaron los padres del novio en Atenas. Otros ritos, otros mitos. De otros días y otras noches, lejos de la Almudena, de las perdices, de Cuenca, de Rouco, de Varela, de Dolce y de Baganna. Cerca del Olimpo y con cama nupcial en donde hoy se dan clases de español, en un aula de lo que hoy es el Instituto Cervantes de Atenas y de César Antonio de Molina. Ahora hay más periodistas, más pueblo, menos sequía y mejores casas rurales. Ahora los viajes nupciales pasan por Teruel existe y descansan en Albarracín. Hace unas noches, con sus días, yo también, otro respeto, estuve en Albarracín. Se celebraban unas republicanas jornadas de cultura, cine y exilio convocadas por cuarto año por el periodista y escritor aragonés/gallego Antón Castro. Recordamos las épicas no vividas, las guerrillas, los muertos sin sepultura y los poetas en las trincheras. También hablamos de la boda, cantamos en francés y discutimos por una bandera que sirviera de unión de la España invertebrada. No nos salían las cuentas. La republicana, sí, pero no. La constitucional, sí pero. Las otras, no. La solución de la unificación de una bandera de consenso, de españolidad plural, de autonomías y pueblos, la aportó Arcadi Espada, la bandera más consensuada por los españoles, el símbolo que todos llevamos en la mano, los colores que nos unen son los de la bandera de El Corte Inglés. Fue nuestra lucha final, agrupémonos todos en torno a nuestros colores, nuestras bolsas y nuestras tarjetas de El Corte Inglés. Incluso los que no fuimos la gente que fue a su boda.
No sólo existen Teruel y Cuenca. También Zaragoza existe. Y ya no huele a barro y cloaca en los días de calor, como escribe Labordeta cuando habla de su ciudad en los años cincuenta. Ahora huele a multitudes. No confundo olor con loor -ni olvido la bronca que un día en la Academia tuve que soportar de Fernando Lázaro Carreter. Un sabio de menos ¡la televisión no era para él!-, no, lo de Zaragoza, eran multitudes que olían a Letizia y Felipe como si fueran agustinas posmodernas o pilaristas de nuevo cuño. Se fueron encantados, aunque no pudieron probar ni la tortilla de la madre de Luis Alegre, ni una Bien pagá cantada por las calles del "tubo". Es lo que tiene el protocolo, demasiado loor y poca copla.
No pude ir a la boda. Tenía un viaje en globo por Castilla y León. Dejé mi terraza con vistas a la cúpula de la Almudena; dejé mis bares, mis libros, mis poetas, mis películas, mi televisión. Todo lo dejé por alzarme del suelo, por colgarme del cielo. Todo por nada. No se pudo volar. Éramos objeto sospechoso para la seguridad nupcial. Pegados a tierra y en Segovia. Nos desquitamos a golpe de Pago de Carraovejas y cochinillo. Seguimos con el desquite en tierras de Valladolid, en Campaspero, en el asador de Marco, que es más de derechas que un imposible matrimonio entre German Yanke y el duque de Tamarón, pero que sabe hacer del lechazo una delicatessen en el mejor estilo de Arzak y Adrià cuando sueñan recuperar sus mejores sabores perdidos. El lunes, ¡adiós al régimen!, había que subir al globo, hacer Castilla, patria y Camino de Santiago. Al principio fue suave, aterrizamos en el pueblo burgalés de Viloria de Rioja, donde nació santo Domingo de la Calzada. Europeos de todas las edades cruzaban aquellos pueblos que parecían renacidos. También españoles, veteranos del Camino que no querían quedarse en los albergues por no soportar a los roncadores, sus semejantes, sus hermanos. El ronquido es universal, uniforma a los peregrinos y los separa. Llegamos a Atapuerca. La mirada a nuestros antepasados, el recorrido aéreo por esa casa de los primeros europeos tuvo que esperar, lo estaba visitando la ministra de Educación y sin embargo llovía. Volando a Burgos, sobre la ciudad, desde el globo, todo parecía hacerse pequeño, la catedral, el río, el paseo, los militares, el Cid y hasta Gonzalo Santonja, que manda mucho en la Academia de la Lengua Castellano-Leonesa. Lo único grande eran los cables de alta tensión. Ya lo dice mi piloto: ¡qué tiempos, nadie piensa en los navegantes en globo! Desde el suelo volví a ver la imponente figura del Cid, en su Babieca, con su Tizona, imponente en su escultura de bronce, mucho más macho que el amigo de todas las armas, Charlton Heston. Me reí recordando la historia de la estatua y su modelo. La esculpió Juan Cristóbal, su modelo fue Leonardo Buñuel -hermano de Luis-, a ninguno de los dos les interesaron las mujeres. No está mal que el símbolo mayor de los duros hispanos, de los aguerridos guerreros, haya sido un metrosexual. España y el Cid somos así.
Mi vida en globo hace una parada en el molino de Cela, al lado de Astorga. Visito la derrumbada casa de los Panero, allí sigue resistiendo entre las ruinas de sus inteligencias como una metáfora de sus vidas. Tengo que dejar los aires, bajar a tierra, y, como dice el poeta Antonio Lucas en una de sus máscaras, dejar de moverme entre las certezas de las dudas. ¿Qué hacer?
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