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Columna
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La tortura en el mercado

Enrique Vila-Matas

Fue en agosto del 73 cuando yo era muy joven y pasaba una temporada en casa de Sergio Pitol en Varsovia y llevaba tres días completos divirtiéndome con gente muy disipada, entre la que destacaba un atolondrado profesor polaco que era hijo natural de Lenin. Recuerdo que andaba todavía riéndome de la última calaverada de Lenin júnior cuando se me ocurrió preguntarle a Pitol si fuera de Varsovia había algo que mereciera la pena visitar en Polonia. "Auschwitz", me contestó taladrándome con la mirada. "¿Crees que debo ir?", pregunté extrañado. "Debes verlo, hay algo ahí que has de saber", sentenció.

Fui a Auschwitz y descubrí de qué hablaban los que hablaban de una herida profunda, tal vez irreversible, en la dignidad humana. Todavía recuerdo la fuerte impresión que me causaron los calabozos subterráneos, por no hablar de los grandes montones de pelo humano o de gafas arrebatadas a los prisioneros, material destinado a fábricas textiles alemanas que las compraban y las hacían servir para la confección de tejidos industriales, cuando no era utilizada esa mercadería por los propios oficiales nazis que empleaban las cenizas humanas de los crematorios como arena para cubrir los caminos del pueblo de las SS, situado al lado del campo de concentración.

A eso se le puede llamar material sensible humano para ser pisoteado. Fue sin duda el primer ensayo inhumano de llevar a sus extremos más simbólicos y también más aberrantes a la sociedad de consumo que estaba por venir. Como explicara Primo Levi en Los hundidos y los salvados, se hizo en Auschwitz un uso denigrante del cuerpo humano tratado como objeto sin dueño, del cual se podía disponer de la forma más arbitraria, inútil y estúpida. "La gama de los experimentos iba desde el estudio de nuevas medicinas en prisioneros indefensos hasta torturas insensatas y científicamente inútiles, como establecer a qué altura la sangre humana comenzaba a hervir, un dato que podía obtenerse en cualquier laboratorio, con gastos mínimos y sin víctimas".

Aparte de la extrema agresión a la dignidad humana, las torturas de Irak y Guantánamo, como las torturas todas, son tan insensatas, inútiles y estúpidas como aquellos gratuitos pero mercantiles experimentos nazis. Viendo las fotografías de la cárcel de Abu Ghraib, no he podido evitar pensar en las relaciones actuales entre la tortura y el mercado internacional, y entre ese mercado y los deliciosos caminos de arena de ciertas casitas tejanas que huelen a carne asada en los días en que reciben sus más encantadoras visitas. ¿No habrá por ahí ningún pueblo que se llame Auschwitz-Tejas?

Ahora sabemos que las sesiones de potro de las Inquisiciones o las cadenas de los galeotes forzados a galeras por el rey de España, aquellas cadenas que viera con inolvidable extrañeza el Quijote, no eran más que ingenuas versiones de las atrocidades actuales, atrocidades tan inútiles como estúpidas, porque hay un equívoco ancestral con los tormentos corporales. "En cuanto torturas al prisionero, ¿cómo puedes fiarte de lo que dice? Porque la gente dirá lo que sea con tal de que cese la tortura", escribía, el otro día, el sensato periodista James Glanz en The New York Times. Es decir, la tortura no funciona. Y si tiene sentido, lo tiene en la propia y monstruosa satisfacción de los torturadores. Para eso, entre otras cosas, se hacen las guerras, para que no les falte nada a los asesinos a la hora de consumir. Las fotos de Abu Ghraib, por ejemplo, están dando la vuelta al mundo por todas aquellas webs pornográficas donde la muerte tiene un precio. No hay que darles un céntimo más.

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