La fotografía
En la fotografía de Sergio Pérez Sanz para Reuters hay un plano medio muy nítido con los tres actores del drama, mientras a su espalda una forma redonda -quizá el mundo- aguarda interrogante. Tony Blair está a la izquierda, separado y solo, con su rostro lleno de dientes de payaso triste y una forzada seriedad bañada por un pequeño desliz de sorpresa. A pocos centímetros, George Walker Bush exhibe su testa de patricio tejano, con esos labios finos de persona que no es de fiar; a su lado, pegado a él, José María Aznar López es el chico bueno de provincias con su flequillo rebelde que le da un insólito toque daliniano y al que la Historia ha proporcionado un espacio imprevisto aquí mismo, en esta fotografía. Claro que entonces George Walker Bush acababa de poner su mano ancha y firme sobre el lomo del presidente español y Sergio Pérez Sanz, el fotógrafo, pudo captar en exclusiva ese matiz crucial porque se subió a la escalera de mano de un compañero de la televisión. Así lo relataba, al menos, cuando hace unos días le dieron el premio Ortega y Gasset a la mejor Información Gráfica por esta simple imagen, y quizá entonces el fotógrafo ya comprendió que esa mano aérea comprometía el sentido de la fotografía y que de ahí emergían dos hombres y un destino, el charcutero George Walker Bush y su pequeño chico de los recados, ese otro del flequillo a quien se envía a repartir los embutidos con una palmadita en la espalda.
Esa fotografía tomada en el aeropuerto de Terceira, en las islas Azores, era el prolegómeno de un infierno destinado a caer sobre Irak cuando aún estaban calientes las cenizas de San José. Me ocurrió a mí y quizá conmigo a muchos: acabábamos de contemplar de refilón el desconcertante espectáculo de las mascletades retransmitidas por Canal 9 -uno de los más extraños subgéneros audiovisuales- cuando otro ingenio de humo y explosiones nos indicaba que había empezado el asalto a Babilonia. Entonces los rostros satisfechos de los tres próceres de las Azores tomaron un sentido inequívoco, y esa mano solícita que acaricia la parte de la personalidad de Aznar más proclive al sentido histórico se convirtió en el hallazgo que podía explicar el papel de España en aquella guerra extraña, una guerra que, como todas las modernas desde que existe la CNN, se parecería sin duda por televisión a una dilatada mascletà.
Luego leí en Ventanas de Manhattan, de Antonio Muñoz Molina (Seix Barral), que su autor envidiaba en Nueva York a los dibujantes que salían a la calle a captar la vida con una libreta bajo el brazo. En mi artículo del pasado día 27 en esta misma sección califiqué a Muñoz Molina de jacobino empedernido, a propósito de un vergonzoso escrito suyo publicado a la mañana siguiente de los atentados de Madrid. Como lo cortés no quita lo valiente, debo añadir ahora que el escritor de Úbeda es también un estilista sugestivo y un trabajador infatigable de la literatura, como demuestra este volumen dedicado a narrar sus andanzas a lo largo y ancho de la Gran Manzana durante una estancia privilegiada.
Muñoz Molina observa a Robert Crumb sentado en un café o en un banco en la acera dibujando a la gente que pasa mucho más rápidamente y con mayor efectividad de lo que haría el propio escritor armado con las mismas armas: un cuaderno y un rotulador negro de punta muy fina. Contemplando una exposición de dibujos de Crumb en una galería de Chelsea, Muñoz Molina concluye: "Así quisiera yo retratar sobre el papel de este cuaderno la cara de alguien con quien acabo de cruzarme o un tono de color en el cielo, pero escribir es una carrera contra el tiempo en la que uno siempre se queda rezagado y acaba vencido".
Esa sensación, que todos los escritores hemos tenido alguna vez, esa distancia que siempre separará a mil palabras de una sola imagen, se acentúa quizá cuando el pintor es sustituido por el fotógrafo y Sergio Pérez Sanz, desde la escalera que le ha proporcionado un compañero, hace clic con su cámara y crea un mundo pletórico de sugestiones, tantas que yo nunca podría llegar ni siquiera a intentar imitar desde este artículo hecho solamente de palabras. Sí, los escritores siempre contemplaremos a los creadores de imágenes con una gran envidia, como si su facilidad aparente fuera la cruz de nuestro sudor con el lenguaje, como si nada estuviera claro hasta que una fotografía o una pintura -aunque no fuera una pintura realista- lo volvieran evidente.
Esa mano sobre el lomo de Aznar vale por toda una obra completa, quizá la que ya no escribirá nunca el ex presidente del gobierno de España porque ya nadie se tomaría la molestia de leer, después de la fotografía de las Azores.
Joan Garí es escritor.
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