Una aventura equinoccial
No se debe a la casualidad que Carles Alfaro denominara Moma a su primera compañía teatral ni que mantuviera ese apelativo, como Espai Moma, cuando consiguió rehabilitar como sala escénica alternativa una antigua nave industrial que algo tenía de herencia familiar. Moma es una de las figuras más emblemáticas de la representación del Corpus valenciano, pero también obedece a las siglas del mayor museo de arte contemporáneo del hemisferio occidental. De una sola tacada, Carles Alfaro conservaba el origen de sus raíces, con una fidelidad incombustible a la propia lengua como servicio público, a la vez que sugería un propósito más universal y, sobre todo, bastante más innovador. Por todo eso, y por mucho más, un espacio como el de Moma no se cierra como si estuviéramos ante un mero expediente administrativo.
Más allá de la polémica sobre las subvenciones institucionales, que siempre estará en el centro de los intereses de la profesión escénica, hay que decir que la trayectoria cívica y escénica de Espai Moma ha sido ejemplar en más de un sentido. Ofreció un espacio multidisciplinar cuando aquí eso era una especie de aventura sospechosa, consolidó un equipo de trabajo estable y de colaboraciones más o menos fijas que han creado escuela. Y todo eso desde un rigor conceptual en la elección de los textos a montar y de la estética de las producciones que convertían a Espai Moma en una especie de teatro público sin membrete oficial. No es hora de repasar los estimulantes espectáculos que Espai Moma ha venido ofreciendo durante las últimas temporadas, aunque conviene apuntar que muchas veces se han convertido en la oferta más digna de ver por los amantes del teatro. Pero sí hay que insistir en que después de montajes como La caiguda o Les llums, espectáculos difíciles que alguien tenía que ofrecer al teatro valenciano, al que tanto ha contribuido Espai Moma, ese escenario de relativo extrarradio debería permanecer más abierto que una farmacia de guardia. Lo contrario es un error que pagará el espectador, un grupo estable de profesionales solventes y una ciudad que se merece algo más que las estrambóticas apariciones de Irene Papas.
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