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Tribuna:REFLEXIONES DE UN POLÍTICO RETIRADO
Tribuna
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La memoria y el olvido

La vida de una sociedad depende mucho de dos dimensiones que parecen contrapuestas y que, sin embargo, son complementarias. Me refiero a la memoria y al olvido, que juntas van acumulando o excluyendo materiales para construir la historia de los pueblos. España no podía ser una excepción, y es deudora de ambas. Cuando el equilibrio memoria-olvido no es adecuado y se recuerda lo que no se debe y se olvida lo que es fundamental recordar, los pueblos pueden naufragar y precipitarse en un abismo de difícil retorno. Nuestro país ha pasado muchas épocas de su recorrido temporal entre esas confusiones y esos errores. Con grandes dificultades enderezó su rumbo en 1977 y hoy, veintisiete años más tarde, conviene recordar las exigencias que se deben respetar y los peligros que se deben evitar. Es una reflexión abierta, constructiva, respetuosa y finalista. Pretende que el pacífico progreso del que, con avatares y zozobras, disfruta nuestro país pueda mantenerse e incrementarse si es posible.

A veces, las nuevas generaciones, los nuevos gobernantes, pueden actuar sin consideración a la dialéctica memoria-olvido y considerar trascendente lo que sólo es accesorio y accesorio lo que es trascendente. El error puede producir desequilibrios de complicada reparación.

Mayoría, oposición, sociedad civil y personas individuales con relevancia deben tener en cuenta esa situación y sus posibles consecuencias.

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En la memoria deben estar los criterios fundamentales del pacto social, el consenso básico que fundamentó nuestra Constitución. A la hora de su reforma, que se plantea legítimamente en esta legislatura, con cuatro dimensiones que parecen juiciosas y pertinentes, se debe tener en cuenta que existen aspectos muy arraigados en la mayoría de quienes se adhieren al gran consenso de la Constitución que deben estar en la memoria y no pueden ser olvidados.

Todos deben recordar algunas dimensiones procedimentales y materiales que están en la base de la adhesión y de la legitimidad del sistema. En primer lugar, la mayoría muy reforzada que debe apoyar la reforma. No basta con la mayoría jurídica suficiente, es menester alcanzar la mayoría jurídica necesaria. Eso pasa por el acuerdo entre los dos grandes partidos nacionales, PSOE y PP, y por los representantes de minorías ideológicas, como IU, con sus aliados, y nacionalistas, al menos una parte representativa de los que existen en Cataluña y en Galicia. Sería muy deseable también rescatar a muchos nacionalistas vascos de su andadura imposible. En todo caso, no se puede exigir el consensum omnium, es decir, la unanimidad.

En segundo lugar, entre las dimensiones formales debe, además, añadirse la idea de jerarquía normativa, que es una condición sine qua non para el funcionamiento de cualquier sistema democrático. Iniciar de forma encubierta y poco visible una reforma de estatutos de autonomía, que conlleva y obliga a una reforma de la Constitución, supone una flagrante violación de cualquier pacto social, y una desconsideración de la seguridad jurídica. La falta de credibilidad por exceso y desmesura del llamado plan Ibarretxe se funda principalmente en esa manipulación de la razón jurídica.

La principal de las dimensiones materiales que son objeto del pacto social que alumbra la adhesión constitucional de 1978, tiene una vieja historia en nuestro país. Ya en el umbral del Barroco y la Ilustración lo trata Feijoo en el Teatro Crítico Universal, cuando contrapone la propia patria y la communis patria, con reflexiones muy críticas para ambas por sus dimensiones excluyentes e incompatibles, que le llevan a reclamar un patriotismo constitucional con más de dos siglos de antelación sobre Sternberger y Habermas, donde los ciudadanos vivirían unidos por el afán de libertad, bajo la coyunda de unas mismas leyes. Es la reclamación de la sociedad frente a la comunidad, de la razón frente a los sentimientos y sus desvaríos.

El problema que detectó lúcidamente Feijoo, le sobrevivió y se acrecentó, y lo encontramos en efervescencia los constituyentes de 1978. El franquismo había exacerbado los errores del centralismo liberal y el choque entre las propias patrias y la patria común se aproximaba peligrosamente.

El espíritu constitucional contribuyó a desactivar ese peligro con una exclusión de los nacionalismos excluyentes, tanto del nacionalismo español -que no reconoce la existencia de naciones culturales en el interior de España- como de los nacionalismos periféricos -que no aceptan la existencia de la nación España-. La Constitución considera al pueblo español soberano, es el componente humano de la nación España, y reconoce a las comunidades autónomas -algunas de ellas naciones culturales y otras regiones- derechos políticos, instituciones políticas propias -parlamentos y gobiernos- y amplias competencias de organización y de gestión. A este sistema lo hemos calificado como de federalismo funcional y a la comunidad que lo sustenta, España, como una nación de naciones y de regiones.

Evidentemente, la Constitución tiene otras dimensiones básicas del pacto social, como la Monarquía parlamentaria y el Estado social y democrático de derecho, que parecen muy asentadas y no sometidas a tensiones ni a fuerzas desequilibradoras. Sin embargo, el Estado de las autonomías puede perder el equilibrio por exceso y por defecto. La importancia del pacto social en este ámbito es excepcional y su resquebrajamiento o ruptura puede producir el derrumbamiento de todo el edificio constitucional. De ahí la necesidad de la prudencia y de la contención de todos los actores políticos y sociales, y la mesura con la que los profesores y los teóricos deben abordarlo. Los arrebatos pasionales de cualquier signo, la arrogancia intelectual, con la creencia dogmática en la propia verdad, la valoración desproporcionada del éxito electoral, o la vocación cainita y destructiva derivada de derrotas no esperadas, son tentaciones que se deben conjurar.

Ya desde los años primeros de la Constitución estuvieron latentes unas desviaciones en ambos extremos. Por un lado, un españolismo intransigente que se representó en el voto negativo a la Constitución de cualificados representantes de AP y de los senadores reales, y por otro, las reticencias de los nacionalistas vascos, y además de otros muchos nacionalistas, también en Cataluña y en otros

lugares de España, sobre la organización territorial igualitaria hasta donde es posible, con exclusión de los hechos diferenciales, y de los privilegios constitucionales, otorgados "apartadamente" a Navarra y al País Vasco. En los últimos tiempos el Gobierno del Partido Popular exacerbó alguna de esas políticas españolistas, mientras que desde el nacionalismo vasco y catalán, cada uno con sus motivos propios, se empujaba en el sentido contrario; en Euskadi, de manera radical con el plan Ibarretxe. En esa dialéctica de los contrarios no se puede apreciar dónde está el efecto y dónde la causa, aunque lo más probable es que ambos sean al tiempo causa y efecto.

Después de las elecciones del 14 de marzo, un nuevo clima aparece en el horizonte con las ofertas de diálogo y de consenso del presidente Zapatero, aspecto que, sin duda, mereció el apoyo del electorado. El tema del pacto social aumenta en estos momentos su importancia, ante el anuncio de reformas constitucionales. Éstas, en sí no afectan al modo esencial del pacto social, pero aparecen signos que deben ser considerados por si su arraigo puede o no poner en peligro ese cimiento que evita movimientos desestabilizadores. En primer lugar, está en juego el principio del trato igual, que es violado de manera llamativa en ámbitos autonómicos o religiosos. Los símbolos del Estado recogidos en la Constitución, bandera, himno, escudo, etc., deben ser tratados con respeto en el ámbito autonómico, igual que los símbolos autonómicos en el estatal. No son anécdotas, ni asuntos secundarios o intrascendentes, sino que afectan a las reglas del juego limpio. Como tampoco lo es el respeto a la laicidad del Estado, que hace inconcebible que las máximas autoridades del Estado juren o prometan sus cargos ante una Biblia y un crucifijo, además de la Constitución.

Si no queremos enturbiar los buenos tiempos que pueden ser los futuros deben aumentarse acciones como la del Gobierno de proponer al catalán, al euskera y al gallego como lenguas comunitarias, y evitarse mezquindades ridículas como la que hemos visto en la inauguración del Foro de las Culturas. Pero, sobre todo, manténgase el gran consenso que rechazaba los nacionalismos excluyentes. Los ciudadanos ya han rechazado el nacionalismo español excluyente, evitemos la necesidad de pronunciarse contra las otras exclusiones y pidamos a todos los políticos responsables que eviten tropezar de nuevo en la misma piedra. Hay núcleos básicos del pacto social que no debemos modificar.

Soy un profesor en activo y un político retirado en general, pero que se siente responsable en apoyar la paz y la libertad de nuestros ciudadanos y de nuestros pueblos. Sólo tengo la experiencia y la palabra. Uso la segunda desde la razón histórica para transmitir mi experiencia. Los pueblos de España son diferentes en lo que lo son sustancialmente o en los privilegios que les concedió la Constitución de 1978. No veo razones para que se deban añadir nuevas diferencias en los tratos, en los niveles jerárquicos de los estatutos, en las instituciones, ni en las competencias. El sistema del federalismo funcional está asentado y debe funcionar mejorándose, como lo pretenden las reformas constitucionales propuestas. Pero cualquier cambio hacia la diferencia entre comunidades debe ser justificado, con razones teóricas y con razones de oportunidad. Es el equilibrio entre la memoria y el olvido. En la buena gestión y en el buen fin de este tema se juega el presidente y el PSOE buena parte del enorme crédito que justificadamente le han otorgado los electores.

Gregorio Peces-Barba es catedrático de Filosofía del Derecho y rector de la Universidad Carlos III de Madrid.

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