Una colección de vidas a la deriva
A los lectores de Cormac McCarthy no pueden sorprender los paisajes por los que se mueve el protagonista de Suttree: depósitos de chatarra, cabañas con techo de uralita, vías de tren, hospitales mugrientos, turbios garitos con mesas de billar, carreteras recorridas por camionetas desvencijadas, cárceles, prostíbulos, estercoleros... Son paisajes comunes a los de otras novelas del autor (especialmente a los de las anteriores, como El guardián del vergel, pero también a los de las posteriores, como la Trilogía de la frontera), paisajes que se dirían hechos a la medida de sus personajes, como este Cornelius Suttree que un buen día abandonó a su familia y su clase social para optar por la soledad y el vagabundeo. ¿Qué sabemos del pasado de Suttree? Bien poca cosa: sólo lo que el autor accede a revelarnos a través de algún encuentro casual, algún recuerdo de su infancia católica o alguna foto del álbum familiar. Del episodio de la muerte de su hijo pequeño (a cuyo funeral no es autorizado a asistir) deducimos su condición esencial de fugitivo. Suttree huye, sí, pero ¿de qué o de quién? McCarthy, tan explícito en algunos aspectos, oculta con frecuencia las razones últimas del comportamiento de sus personajes, que van y vienen donde la vida les lleva, que carecen de influencia sobre su destino, que no parecen sostenerse más que por su propio movimiento. Lo normal, de hecho, es que se desmoronen en cuanto se detengan, y no extraña que en un momento dado se diga: "Este mundo sería muy agradable si la gente pudiera viajar todo el tiempo que quisiera".
SUTTREE
Cormac McCarthy
Traducción de Pedro Fontana
Mondadori. Barcelona, 2004
562 páginas. 25 euros
Suttree, cuando no viaja, se
dedica a la pesca del siluro y descansa en una barcaza amarrada en algún lugar de Tennessee; Harrogate, tras intentar en vano robar en un banco, se conforma con vaciar los cajetines de los teléfonos públicos; Joyce no puede regresar a Chicago y ejerce una suerte de prostitución itinerante; el viejo Reese arrastra a su familia a la pesca del mejillón de río... Son vidas sin rumbo, criaturas a la deriva que habitan en los márgenes de la sociedad y a las que acaso sólo une el temor a la arbitraria brutalidad policial. Cormac McCarthy se sirve de esos seres para construir una vibrante antiepopeya que en ocasiones parece proponer toda una poética de la inmundicia y la violencia.
Cuando de lo que se trata es de sobrevivir, no hay tiempo para la bondad o la belleza. En el submundo de Suttree nada de eso existe, y la novela tiene algo de Mark Twain, pero de un Mark Twain en el que la sordidez hubiera sustituido a la luminosidad, la culpa a la inocencia. Algunos de sus episodios son sencillamente memorables: el del envenenamiento masivo de murciélagos, el del hombre que ha mantenido escondido a su padre muerto para seguir cobrando el subsidio, el de la explosión en el túnel por el que Harrogate intenta entrar en el banco... Pero en todos ellos los seres humanos tienden a manifestar una animalidad elemental y extrema, y se diría que Cormac McCarthy es un moralista clásico que añora la pureza pretérita del hombre libre en contacto con la naturaleza: ahí están para demostrarlo las páginas que el autor dedica a los silvestres amoríos entre Wanda y Suttree, acaso las únicas páginas que nos permiten atisbar un Suttree libre de manchas y rasguños. En la literatura de McCarthy no hay paraísos perdidos pero sí infiernos encontrados, y la imperturbabilidad con la que sus personajes aceptan su propia condena sugiere la nostalgia de una inocencia irrecuperable: la inocencia de la naturaleza, la de las serpientes y los árboles, la de las montañas y la nieve.
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