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Columna
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Espía

VÁSTAGO DE un honesto hogar de clase media, homosexual, marxista en la juventud, intelectual brillante y elevado a las más altas dignidades institucionales... A partir de estas notas biográficas, imagínense lo que podría ocurrirle a este personaje, si, a los 72 años, en la cumbre de su prestigiosa carrera, se añadiera la revelación de que, durante tres lustros, había trabajado como espía al servicio de una potencia extranjera; o sea: que era un traidor. Pues bien, tal fue lo que le pasó a Anthony Blunt (1907-1983), uno de los mejores historiadores del arte británico del siglo XX, cuando, en 1979, Margaret Thatcher destapó ante el Parlamento su identidad como la del hasta entonces desconocido "cuarto hombre" del grupo de espías de la Universidad de Cambridge. El escándalo internacional subsiguiente fue de tal magnitud que no puede uno dejar de asombrarse ante el hecho de que el execrado Blunt fuera capaz de sobrevivir un par de años más; pero, ni siquiera muerto, pudo librarse del feroz vilipendio mediático, que se cebó también, de forma indiscriminada, contra su memoria póstuma, quizá porque, como ahora ha puesto de manifiesto su biógrafa, Miranda Carter, en Anthony Blunt. El espía de Cambridge (Tusquets), encarnaba a la perfección el modelo de chivo expiatorio con el que la sociedad lava su mala conciencia colectiva.

Ciudadano de un país en el que la práctica homosexual era considerada delito penal hasta 1967, la sangrante paradoja del atribulado destino de Blunt no sólo fue, sin embargo, acabar estigmatizado por una "duplicidad", que ya le venía impuesta por la necesidad de ocultar la inevitable inclinación de su identidad sexual, sino que la causa de su traición se debió a haber trocado, al hilo de los apremiantes acontecimientos históricos, el idealismo cristiano de su padre, un clérigo protestante, por el idealismo comunista, el mismo al que se aferraron, con mejor o peor suerte, millones de jóvenes occidentales del siglo XX. Captado a los 27 años para la "romántica" acción clandestina frente al entonces triunfante fascismo, no es probable que Blunt tomara plena conciencia de que había sido un simple agente al servicio del feroz Stalin hasta los inicios de la guerra fría, justo el momento en que, con toda probabilidad, fue descubierto por el contraespionaje británico, que, no obstante, le concedió una "inexplicable" inmunidad, un cuarto de siglo después, de nuevo, "inexplicablemente" rota.

Sea como sea, el más sobresaliente mérito de Miranda Carter es haber pegado los destrozados fragmentos de la rota imagen de este desdichado personaje, no para hacer con ello una burda novela psicológica de espías, cuyas odiosas miserias, amenamente relatadas, reafirmen nuestra buena conciencia, sino un pulido espejo, en el que podamos contemplar cómo nuestras debilidades, so capa de las más increíbles ilusiones, han hecho posible la sistemática bajeza moral de nuestra época.

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